miércoles, 10 de octubre de 2007

El Capitán Richard. 7: Matanza de ratas.

Poco a poco Rosa, la niña ciclista, había ido entrando en mi vida, de una manera pausada, imperceptible. Aquellos paseos en bici, normalmente ella delante, con su bicicleta de rueda pequeña; se conocía todos los caminos, los lugares tranquilos e interesantes. Yo detrás, con mi bici grande, comprada generosamente por el tío. Nos salíamos de las carreteras, tomábamos senderos intransitados, apartándonos de todo. Nunca he tenido buen sentido de la orientación, sin Rosa me hubiera perdido, admiraba esa destreza suya. Ante una bifurcación yo nunca sabía el camino a seguir, todos me parecían igual. Aún hoy solo se orientarme con un buen plano (en su caso, una brújula) y memorizando de pe a pa los números de coordenadas o de carreteras.
Desmontábamos, caminábamos un trecho campo a través, buscábamos asiento en el tocón de un árbol, en una piedra, o cruzábamos las piernas y nos acomodábamos en el césped, y conversábamos. Le había prestado tiempo atrás mis primeros dos libros, de Julio Verne. Rosa prefería ."Dos años de vacaciones", le encantaba imaginar lo que haríamos en tal situación (un grupo de muchachos sobreviviendo en una isla desierta). No tener colegio, hacer lo que nos diera la gana, ir todos los días a bañarnos. Yo contribuía resolviendo las dificultades prácticas: encontrábamos una cueva en la que habitar, recolectábamos todo tipo de frutas silvestres, capturábamos tortugas en la playa, incluso ideábamos trampas para cazar.
Un día me trajo uno de sus libros, de Enid Blyton, ."Misterio en la casa deshabitada." Los protagonistas, también muchachos, se dedicaban por su cuenta a investigar misterios en un pequeño pueblo inglés. La situación era extrapolable a nuestro pueblecito, donde -salvo en verano, que se llenaba de turistas- todo el mundo se conocía. Y sin embargo Rosa encontraba extraño y misterioso el comportamiento de determinados vecinos. Fulanito que no se habla con nadie del pueblo. Menganito que va todos los sábados por la tarde a la capital, dejando en casa a su mujer. Zutanito que nunca va a misa. A veces hacíamos pesquisas, sobre todo si algún anciano con ganas de contar batallitas atendía nuestra curiosidad. Zutanito es un hereje, nos decía en voz baja. Menganito tiene una querida, pero no se os ocurra decir nada.Fulanito es mala hierba, ha reñido hasta con sus hermanos, por la herencia.En fin, nada suficientemente novelesco, para el gusto de Rosa, que entonces la tomaba con las actividades militares secretas en la base, a la que yo tenía el privilegio de acceder con mi tío, y a mí me tocaba responder a sus interrogatorios.
De vez en cuando, por la tarde, o en fin de semana, el tío me dejaba dar una vuelta en el kart. Unas veces iba a mi lado, de copiloto, otras venía Rosa conmigo, entonces él me seguía con el Alfa. Nunca, me entiendes, nunca salgas tú solo, me tenía recalcado. Y yo siempre lo cumplí.
Rosa tenía dos hermanos mayores bastante brutos, Pepín y Félix, que la ignoraban o se burlaban de ella, según les diera. Yo guardaba las distancias y ellos a cambio se limitaban a despreciarme sordamente. En cierta ocasión, por el otoño de 1973, Rosa y yo presenciamos una de sus brutales diversiones. Había ido a su casa a buscarla para nuestro acostumbrado paseo. Además de los hermanos había cuatro o cinco chicos más; haciendo algo que me pareció extraño y que nunca más volví a ver: estaban rodeando de alambres los matorrales que había en la parte baja de una gruesa higuera; por lo visto estaban infestadas de ratas que habían ido proliferando y excavando madrigueras entre las raíces del árbol. Eso fue lo que Rosa me explicó. Después de cerrar el perímetro con esa fina alambrada, rociaron con gasolina -bajo la supervisión del padre- y prendieron fuego a los matorrales. A los pocos segundos comenzaron a asomar multitud de ratas intentando huir, lanzándose contra la alambrada. El pelotón de muchachos, previamente armados de gruesos palos, las machacaban. Uno de ellos se había traído su carabina de aire comprimido y las disparaba. Las ratas chillaban de forma horrible, y los muchachos disfrutaban dando garrotazos, espachurrando cuerpos de roedores. La sangre salpicaba. Otro de los chicos, con un largo machete, lanzaba tajos, despedazaba. El espectáculo era repugnante, pero lo peor de todo era el regocijo que manifestaban los crueles adolescentes, enardecidos por la matanza. Rosa y yo permanecíamos a distancia, contemplando la escena horrorizados. En un momento dado Rosa se acercó a mí, cogió mi mano y yo se la apreté con firmeza.
(Continuará.)

1 comentario:

-Anna- dijo...

Son momentos de desesperación, donde uno siempre busca en quien afirmarse.
Nace una historia de amor con rosa??
Continúo :)