jueves, 30 de octubre de 2008

El tuerto. 83: Carta blanca

Me citó en el Irish Tavern del paseo de la castellana, a las cinco de la tarde. Yo me desplacé en taxi, últimamente ni siquiera tenía ganas de conducir, me daba pereza. Tampoco quería llevar a Moon de chofer, para que fuera testigo de mis andanzas. Y menos aún andar buscando el taxi por la calle, así que normalmente lo pedía por el teléfono celular, que últimamente se había convertido en mi herramienta imprescindible para todo, y estaba a punto de igualarse en importancia y afecto a la navaja que siempre llevaba conmigo, unas veces en el bolsillo y otras en el calcetín, dependiendo de las circunstancias.

Llegó puntual, cosa que me satisfizo, no me gusta la informalidad, y menos aún la gente que en la primera cita llega tarde, me parece un muy mal comienzo, sea cual sea la índole del encuentro. Yo acababa de pedir mi zumo de naranja. Me saludó con un familiar beso en la mejilla, rechazando la mano que yo le tendía, cortés pero prudente.
-Hola, Ester. ¿Qué quieres tomar?
-Un Chivas con hielo. Pero lo primero que quiero es saber cómo estás, y pedirte perdón por lo del juzgado.
-Pues estoy bien, gracias. Y tú no tienes la culpa del comportamiento de otros, aunque sea tu esposo.
-No debí dejar que Sebastián me acompañara, en realidad hay tantas cosa que no debí dejar que sucedieran…Pero no importa, ya pronto va a dejar de ser mi esposo, he pedido el divorcio.

En ese momento le sirvieron el Chivas, lo cual me ahorró tener que decir algo, porque en realidad no sabía qué decir. Guardamos silencio mientras ella paladeaba su whisky, dio varios tragos hasta tomar más de la mitad de la consumición. Sólo se me ocurría decir aquello de “todos cometemos errores, lo que importa es aprender a no repetirlos”, pero me sonó una tontería, preferí callar. En su lugar opté por un toque de humor, que tampoco sé si fue de muy buen gusto, pero lo dije.
-Veo que en el aprecio por el whisky sí que te pareces a tu padre. –Por un instante le cambió la expresión, me arrepentí de haberlo dicho. Pero luego recuperó la compostura y decidió tomárselo a broma.
-Sí, es cierto.- Sonrió.- Y también en la capacidad para conocer a las personas. En cambio nunca coincidimos en el afán por el dinero.
-Comprendo.- Yo también sonreí, me estaba devolviendo el golpe, lo cual interpreté como una buena señal, un signo de que nos estábamos entendiendo. Ester apuró su whisky e hizo un gesto al camarero de que le sirviera otro. Yo aproveché para pedir un segundo zumo, éste de melocotón, para que no me diera tanta acidez en el estómago. A estas alturas yo ni siquiera me preguntaba qué era lo que pretendía de mí. La calma con la que se lo tomaba todo, su aparente indiferencia, se me había contagiado. Yo tampoco tenía ninguna prisa por ir al grano.

-Ya sabes que me he retirado de la impugnación del testamento.
-Sí, me lo dijo el albacea.
-Os dejo a mi hermanita y a ti para que os peleéis.
-Gracias.
-No me des las gracias, no te arriendo la ganancia. En realidad me ha costado mucho entender todo esto…Entenderte a ti. –Noté que se estaba acercando a una zona caliente de la conversación. Tomó un largo trago de su segundo whisky, se demoró unos instantes contemplándome con una media sonrisa, mitad burlona, mitad cómplice. Yo me puse un poco tenso, la verdad, intuí que se avecinaba una revelación, algo importante. Por primera vez en mucho tiempo eché de menos mis pastillas tranquilizantes.

-¿Cuántos años tienes? –Caray, era la segunda vez en poco tiempo que me hacían la misma pregunta.
-Voy a cumplir veinticinco. –Le dije, como al enfermero, la edad que figura en mi pasaporte falso y en mi tarjeta de residencia. En realidad tengo uno más, voy a cumplir veintiséis, pero eso únicamente yo lo sé, ni siquiera Rosita. No por nada, sino para no crear confusiones inútiles. Al fin y al cabo, ¿Qué importa un año más o menos? La historia del pasaporte nunca llegué a conocerla del todo, pienso que utilizaron los datos y el pasaporte auténtico de alguien, y cambiaron sólo la foto y la huella, por eso la discordancia en la fecha de nacimiento.

-Desde el primer momento me pregunté qué pudo ver mi padre en ti para nombrarte su fideicomisario. En realidad, querido Peter, merced a ese testamento, ahora somos prácticamente parientes…De por vida.
-Creo que mi edad fue un factor que tuvo en cuenta, se supone que…
-Perdona, -me interrumpió en mi evasiva- pero no creo que fuera eso, no te eligió por tu edad, sino a pesar de ella. Te voy a ser sincera. –Hizo una pausa, que aprovechó para ingerir más whisky-. Hace unos meses contraté un detective para que te investigara. –Y al ver mi sorpresa intentó calmarme-. Tranquilo, no tengo ninguna intención de ir contra ti.
-Tampoco creo que pudieras hacer nada, Ester, simplemente confieso que me has sorprendido.- Esto último era cierto. Vaya, me dije, la última persona de quien hubiera imaginado esa estrategia. Yo poniendo detectives a unos y otros, atesorando dossieres, y resulta que la indolente Ester, la mujer instalada en un sueño de juventud, la niña mimada de su papá, que succionaba el whisky como si fuera biberón, había tenido la misma idea. Nunca subestimes al enemigo, menos aún si es enemiga.

-Mira, Peter, la diferencia entre mi hermana y yo, y lo aplico a mi cuñado y a Sebastián, es que a ellos les gusta creerse sus propias mentiras. Se inventan una teoría para culpar a los demás de sus contrariedades y terminan por convencerse de ella. En cambio a mi no, a mi me gusta saber la realidad. – El camarero le llenó el vaso por tercera vez y dejó la botella en la mesa.
-¿Y cuál es tu conclusión? -Adopté un tono desenfadado, volvimos a relajarnos.
-Lo primero que intuía es que si tú tenías negocios con mi padre, entonces te tiene que gustar mucho el dinero, hasta el punto de no reparar en medios ni en métodos para conseguirlo.
-¿Conocías mucho a tu padre en ese aspecto? –Quise desviar un poco la conversación. La verdad es que no me estaba gustando descubrir que alguien pudiera conocerme más de lo conveniente, sobre todo alguien a quien apenas había visto un par de veces y aquella era nuestra primera conversación.
-Mira, si he averiguado de ti, te puedes imaginar que de mi padre lo sé casi todo. Si te refieres a sus negocios sucios, vuestros negocios sucios –subrayó la palabra vuestros- si, los conozco, y no me interesan. Ni te preocupes, no pienso remover nada de eso. Pero a lo que iba, que me estás apartando del tema. Además de vuestra común ansia por el dinero, mi padre vio algo más en ti, algo que le inspiró seguridad, hasta el punto de confiarte nuestro futuro. Si, eres valiente, de eso no hay duda, y no te ibas a amedrentar por presiones ni amenazas. Pero la verdad es que la última oferta que se te hizo a través de tu abogada era muy generosa. ¿Por qué la rechazaste? Si sólo te interesase el dinero no tenía sentido, era mucho más práctico para ti coger tu parte y liquidar el fideicomiso, que no tener una mera propiedad futura que no te da más que gastos y dolor de cabeza.

-Dolor de nariz, para ser más exactos.- Bromeé de nuevo. Ester se rió, esta vez de buena gana. Pero tampoco así logré apartarla de su idea.
-Bueno, ya que no me respondes tú, lo haré yo por ti. Lo que mi padre percibió es que a ti, por encima de todo, lo que te gusta es hacer lo que te da la gana, o sea, tu santa voluntad.
-No lo había pensado en esos términos.
-Mi padre te consultó su idea antes de nombrarte, ¿no?
-Claro.
-Te convenció, ¿verdad?
-Si.
-Pues ahí lo tienes. Mi padre sabía que una vez que te hubiera convencido, que hubiera logrado que te gustara la idea, ya nada ni nadie te apartaría de ella, ni siquiera una oferta económica ventajosa, y mucho menos presiones o amenazas.
-Ya. –Dije escuetamente. No me gustaba nada el giro de la conversación. Ester parecía descubrir facetas de mi de las que yo mismo no era consciente.
Me quedé pensativo algunos instantes. Ella guardó silencio, como para dejarme que asimilara todas las implicaciones, y se sirvió nuevamente de la botella. Volví a preguntarme qué era lo que pretendía. Esta vez formulé la cuestión.

-¿Y qué pretendes, que yo mismo me convenza de que he sido manipulado por tu difunto padre, y cambie de opinión y os libere del fideicomiso? Muy sutil…
-Pues créeme que si la idea se me hubiera ocurrido antes de saber lo que sé de ti, lo hubiera intentado.
-¿Ah, si, y ahora ya no?
-Ahora sé que mi padre tenía razón. –Hizo otra pausa para beber un poco más; a estas alturas lo que me sorprendía era su resistencia al alcohol.- Tú tienes veinticuatro años, yo tengo cuarenta, pero tú has vivido el doble que yo. Conozco los negocios de joyas que hiciste con mi padre, sí, he hablado con algunos antiguos empleados, con su secretaria. Algo sé también del fraude fiscal que os traíais entre manos. Y por supuesto que se de tus actividades inmobiliarias. Tú pista se me pierde en Londres, no sé a qué te dedicabas antes de aterrizar en las Canarias…¿Por dónde iba? –Vaya, por fin se le empezaban a notar los efectos del whisky.
-Que tu padre tenía razón.
-Ah, sí. Mi padre nos educó para ser unas princesas. Esa fue su equivocación, nos protegió demasiado de un mundo duro y cruel. Cuando llegó la hora de la verdad, descubrió que no había príncipes para nosotras. Que ya no quedan príncipes en esta época que nos ha tocado vivir…Mira, a mi me gusta la vida contemplativa. A tu edad yo estaba en Katmandú, practicando el budismo, el amor libre y viviendo paraísos artificiales. –Ahora sí, por fin se le había subido todo el whisky a la cabeza, su voz se arrastraba, le costaba mover la lengua, su relato se hacía más lento, más delirante. Yo guardaba silencio, que hablara ella, que se descubriera.- A mi no me importa el dinero, -continuó- mientras no me falte. No quiero grandes lujos. Dentro de unos días me marcho a Irlanda, con una amiga.
-Encontrarás buen whisky.
-Ja, ja. Ya sé que me desprecias, pero no te lo reprocho. En el fondo me envidias, algún día lo descubrirás. Mientras tanto, lo que te quería decir, la conclusión de todo, es que me interesa que te quedes con el fideicomiso. Recibir todos los meses una renta y no preocuparme de nada.
-¿Entonces qué quieres que haga con…Sebastián?
-Haz lo que tengas que hacer, me da igual. Cuando me canse de estar en Irlanda, de beber buen Whisky como dices, me iré una temporadita a la India, a purificarme. ¿Sabes? En el fondo tú y yo tenemos algo en común.
-¿Si?
-Si, los dos despreciamos este sistema de valores. Tú lo demuestras delinquiendo, y yo marchándome a la India, a buscar otras ideas, otras formas de vida.
-No se me había ocurrido.
-Algún día tal vez quieras viajar a la India.
-Tal vez.
-Bueno, me marcho. Ya sabes, ocúpate de todo. -Me dio dos besos de despedida.- Ah, paga tú la cuenta, apúntaselo al fideicomiso.

Y me dejó allí sentado.

sábado, 25 de octubre de 2008

El tuerto. 82: Sensación de marioneta.

Tumbado en la ambulancia iba todavía recreándome en la escena final de mi salida. Mientras el enfermero me tomaba la tensión, en mi cabeza se habían quedado grabados los rostros de todos los intervinientes. La mirada de preocupación de Ester, la cara de solicitud de Lucía, la expresión dura del juez. A quien no vi por ninguna parte fue a Josefina, la hermana de Ester, seguramente aprovechó la confusión para ir al servicio a empolvarse la nariz, estos barullos de verduleras no le interesarían lo más mínimo.

-¿Qué edad tiene usted?
-Veinticuatro.
-Pues tiene usted la tensión demasiado alta, 10 y media, dieciséis. Es un poco raro a su edad.

Maldita sea, pensé, no tenía que haberme dejado llevar al hospital. Nunca vayas al médico, me decía un viejo conocido, seguro que te encuentran algo. Se me ocurrió la idea de escaparme, pero ya era tarde, la ambulancia estaba entrando en el túnel de acceso a urgencias. Me sentaron en una silla de ruedas.
-No es para tanto- dije- un simple puñetazo en la nariz.
-Son las normas, por si acaso se vuelve a desmayar.

Me pasearon por distintas salas y cuartos, en una me sacaron sangre, me pesaron y midieron, en otra me hicieron una radiografía de la nariz, por si tenía algo roto, y en la última un electrocardiograma. Por último, me hicieron esperar un rato en una consulta, hasta que apareció un doctor de mediana edad, muy cordial, campechano, y charlatán.
-Hola, Peter, soy el doctor Galio ¿cómo te encuentras?
-Bien, doctor, ¿y usted?
-Muy cansado de tener que atender a lesionados, agredidos, y gente que no se cuida, como tú. Vamos a ver, tienes la tensión muy alta para tu edad, estás bajo de peso y masa muscular, y encima tienes el colesterol alto.
-Vamos, que estoy hecho una piltrafa.- Concluí, entristecido.
-Bueno, te vamos a poner una dieta y volverás dentro de un mes, a la consulta de tu médico de cabecera, con éste informe. Si no has mejorado tendrás que tomar medicación.
-¿Medicación? Si yo me encuentro bien.
- Pues muy sencillo, si no te cuidas, dentro de algunos años puedes tener un derrame cerebral, y morirte…O perder el otro ojo y quedarte ciego, ¿es eso lo que quieres?
-No, claro.
-¿Tomas frutas y verduras?
-Muy poco.
-¿Ensaladas?
-Eh, no.
-¿Pescado?...¿Pero tú qué es lo que comes?
-Sandwiches de jamón y queso.
-¿Haces deporte?
-Muy poco. –Sólo lanzamiento de cuchillo de vez en cuando, pensé.
-Pues tendrás que caminar todos los días una hora, y hacer todo el ejercicio que puedas…Incluido féminas. Alimentarte bien, nada de sal, ni de alcohol, ni café, ni grasas.¿fumas?
-No, doctor. –Contesté abatido.
-Menos mal. Una cosa que haces correctamente. Y levanta ese ánimo, muchacho, esto es sólo un aviso, para que cambies de vida. Pero un aviso serio. Ya te puedes ir, y espero no verte más, salvo que nos encontremos en un bar, yo tomando una cerveza y tú un zumo, ah, nada de coca-cola. Venga, lárgate, que tengo mucho trabajo.
-Adiós, doctor. –Me despedí dócilmente.


No me lo podía creer. Toda la diversión, el regocijo, la pantomima, todo eso había desaparecido; en su lugar el desánimo y la autocompasión se habían enseñoreado de mi. Lucía me estaba esperando, solícita. Me preguntó si necesitaba algo. Sólo quería irme a casa y tumbarme, no hacer nada, intentar asimilar lo que me había pasado y lo que significaba. En cuanto me vio entrar por la puerta Rosita se percató de mi rostro cariacontecido.
-¿Qué ha pasado?
-Nada, que estoy lleno de achaques de viejo. –Y le expliqué todo.
-Entonces no querrás la pizza. ¿Te preparo una ensalada de lechuga y tomate?
-El médico no me ha dicho nada de pizza.
-Ya, pero eso se deduce, tienes colesterol.

Me tuve que resignar a esa nueva vida insípida. Caminar me aburría, nunca me gustó el ejercicio físico. Me desentendí de la rutina de los negocios. ¿Para qué preocuparme, para qué tanto afán? Lo delegué todo. En Jesús, en los toscos, en Lucía, en Rosa. Yo me limitaba a hablar por teléfono con unos y con otros –excepto Rosa, claro, con quien vivía-, darles algunas instrucciones, y a veces enviar a Charlie de un lugar a otro. Por aquel entonces ya comenzaron a comercializarse los teléfonos celulares, así que me compré un aparato y daba mis paseos mientras hablaba. Al cabo de un mes volví al médico. Algo había mejorado, muy poco.
-Tendrá que continuar con el mismo programa. Me dijo.

Definitivamente dejé de tomar tranquilizantes, ya no los necesitaba, estaba muy tranquilo, demasiado. ¿Para qué?, me preguntaba una y otra vez. ¿Qué sentido tiene todo esto? Dormía lo que nunca, ocho y diez horas diarias, incluso me entraba sueño después de comer y me tumbaba la siesta. Leía novelas todo el día, horas y horas. Me dio por la novela sudamericana, García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Mújica Láinez, y un largo etcétera. Todo lo que me transportara a otro mundo, otro ambiente, otros problemas que fueran bien distintos a los míos. Leía por puro placer de evadirme, sin intentar razonar ni extraer nada. Aunque a la larga supongo que todos esos sentimientos, esas ideas de los personajes fueron calando poco a poco dentro de mi, creando un caldo de cultivo que me permitió tener otra visión de la realidad. Tomé conciencia de hasta qué punto yo había sido un personaje más, una marioneta en manos del destino. Acabé pensando que el tipo me había hecho un gran favor al darme aquel puñetazo, esa cadena de causas y efectos me había conducido a cambiar de vida, a pararme a pensar, a no dejarme llevar ciegamente –y nunca mejor dicho- por un camino que me abocaba de forma inexorable al desastre. Decidí que tenía que tomar las riendas de mi propio destino.

En esas estaba cuando recibí una llamada del albacea de Federico. Me comunicaba que Ester se había retirado de la impugnación del testamento, y solicitaba una entrevista personal conmigo, ella y yo, sin abogados; me preguntaba si podía darle mi teléfono para que nosotros mismos fijáramos el encuentro. Lo pensé unos instantes, si se hubiera tratado de una reunión con abogados, para seguir discutiendo y negociando, hubiera escurrido el bulto enviando a Lucía para lidiar. Pero aquello daba la impresión de tratarse de algo más personal, distinto de la rutina.
-De acuerdo, dele mi número de celular.

Mientras esperaba la llamada, que tardó varios días en producirse, hacía cábalas sobre cuál sería su objetivo. Desconfía, me dije. Seguramente, ya que se ha apartado de la impugnación, me sugerirá que yo a mi vez retire la denuncia contra su marido. Vale, estoy dispuesto a hacerlo, se librará de pagar por mis lesiones, pero aún así le quedará la acusación por resistencia a la autoridad, y esa esta en manos del fiscal. Además, todavía está la otra hermanita, Josefina, tendrá que proponerme alguna táctica para hacerla regresar al redil de la cordura. Todo eso, y más, pensaba mientras se demoraba la llamada de Ester.

domingo, 19 de octubre de 2008

El tuerto. 81: Confesión judicial.

-El juez te ha citado a prestar confesión judicial bajo juramento indecisorio.- Me espetó Lucía, la abogada que me lleva todos los asuntos del difunto Federico.
-¿Quee? –En un primer momento me sobresalté. Tenía tantas cosas en la cabeza últimamente que no sabía de lo que me estaba hablando.
-Tranquilo, no tiene importancia, es sobre la impugnación del testamento, un simple trámite. –Y me puso al corriente de las últimas incidencias de ese procedimiento. Las hijas de Don Fede, instigadas por su abogada, Carmen, habían impugnado el testamento de su padre en lo que me nombraba fideicomisario y por tanto les impedía disponer de los bienes de la herencia, que pasarían a mi dominio cuando ellas fallecieran. Sus argumentos eran un tanto peregrinos y en absoluto me habían inquietado. Insinuaban de forma vaga que Don Fede no estaba en pleno uso de sus facultades cuando me nombró a mí, incluso en estado de embriaguez. Aludían a que ese último testamento había sido redactado poco antes de fallecer, cuando ya su estado de salud era muy delicado. Y sobre todo cargaban las tintas en mi condición de completo desconocido para el entorno familiar, aderezándolo con toda clase de conjeturas sobre amenazas o presiones que yo habría ejercido sobre el difunto para obligarle a modificar su última voluntad. Pero nada de lo que decían tenía ni el más mínimo sustento probatorio. Para empezar, pasaban por alto un hecho fundamental, y es que el Notario había autorizado el testamento, lo cual nunca hubiera hecho de haber albergado la más mínima duda sobre su sano juicio. ¿Le estaban llamando imbécil? Más aún, era el notario que habitualmente protocolizaba todos los documentos y escrituras de Don Fede, luego le conocía bien. La demanda era en realidad -como me dijo Lucía y yo mismo así lo pensaba- temeraria, una jugada desesperada, y una manipulación descarada por parte de la abogada contraria para alimentar vanas ilusiones de sus clientas y de paso cobrar jugosos honorarios. Pretendieron llamar a declarar al notario, pero el juez les pidió previamente informes médicos o psiquiátricos que justificasen su petición. Como no los tenían, el juez les rechazó esa prueba. Así las cosas, lo único que les quedaba era llamarme a mí a declarar, para ver si yo de pura estupidez reconocía alguna de sus disparatadas alegaciones. Y el juez les admitió la prueba porque a esta sí que tenían derecho.

-Pero no te preocupes. –Añadió.- No les va a servir para nada. Basta con que te limites a negar lo que te planteen. Ellos tienen derecho a llamarte, y tú tienes derecho a contestar simplemente que no a todo.
-Pues si no va a servir para nada, ¿por qué la acepta el juez?
-Para cubrirse las espaldas ante una futura apelación. No quiere que la audiencia le mande repetir el juicio por haber denegado indebidamente una prueba.
-O sea, para guardar las apariencias.
-Exactamente. Y no te olvides que estás en un procedimiento civil, no penal, así que tranquilo. –En realidad yo estaba tranquilo, mis preguntas eran más que nada para confirmar lo que imaginaba, y también para valorar el grado de conocimiento de mi abogada.
-¿Y lo de juramento indecisorio?
-Que tus respuestas sólo se considerarán probatorias en aquello que te perjudique a ti.
-Ah, me parece muy justo.

El juzgado estaba en la Plaza de Castilla, en un edificio nuevo colindante al de los juzgados penales. En el control de acceso me pasaron por el detector de metales, nada encontraron porque yo en previsión ya había dejado mi habitual navaja en la guantera del coche. Me había vestido para el evento con un traje nuevo y una reluciente corbata, quería causar buena impresión en sede judicial. Rosa no podía acompañarme, porque tenía que dar sus clases, pero había insistido en que lo hiciera Moon. Yo rehusé porque el aspecto de Moon era demasiado matonil, y no quería dar imagen de mafioso. Así que sólo estábamos mi abogada y yo.

En la otra parte, en cambio, además de la abogada peleona estaban las dos hijas de Don Fede, Josefina y Ester, y el que deduje era marido de esta última. Josefina se había vuelto a teñir el pelo, ahora iba de morena clara, e igual de elegante que siempre, con su traje de falda y chaqueta. A su marido no se le veía por ninguna parte, era el más inteligente de todos nosotros y no había querido perder el tiempo. Ester seguía vistiendo pantalones vaqueros, pero había cambiado la camiseta por una elegante blusa de seda, y la cazadora por una chaqueta con hombreras, supongo que también quería causar buena impresión al juez. El marido de Ester, vaya pinta de pijo trasnochado y venido a menos. Con el pelito engominado, pantalones de pinzas, polo y americana. La tez curtida por el sol de la playa, el viento del mar, o tal vez de esquiar. Tenía cara de haber llevado buena vida. Confieso que se cruzaron nuestras miradas y se me escapó una sonrisa burlona, lo cual le hizo fruncir el ceño. Al entrar en la sala y pasar a su lado me susurró entre dientes.
-Ten cuidado con lo que dices que te vamos a arruinar la vida. -Ostras, me sorprendió su atrevimiento. Me paré en seco y le miré de arriba abajo. Me quedé dudando unos segundos si responderle allí mismo o hacerlo más tarde. Entonces Lucía tiró de mi brazo y me condujo delante del juez. Yo me dejé llevar, la verdad, cuando no estoy en mi medio prefiero comportarme. Y de todas maneras ya tendría tiempo de divertirme. Habló el juez.

-Señores, vamos a celebrar esta prueba en audiencia pública, a petición expresa de la abogada de la parte demandante.
Creo que Lucía se había quedado corta en lo de guardar las apariencias. El juez ni siquiera disimulaba su irritación. Golpeó con el mazo y nos obsequió con una mueca de hastío. Lo habitual es que este mero trámite se hiciera en la secretaría, y llevado a cabo por un simple oficial del juzgado, y no por el magistrado en persona y con toda la solemnidad. Entonces comenzó la diversión.

-Diga ser cierto que usted conocía el delicado estado de salud de Don Federico.
-Yo no soy médico. ¿A qué se refiere?
-Sea más concreta, señora Letrada. –Terció el juez.
-¿Sabía que había sufrido varios infartos?
-¿Varios, cuantos? Creí que había que ser concretos.
-Límitese a contestar.-Trató de imponerse la abogada, con soberbia.
-Negativo.
-¿Cómo que negativo, se niega a contestar?
-Que mi respuesta a su pregunta es negativa, por favor preste más atención.-La abogada enrojeció de ira. Se oyeron murmullos en los bancos del público, una voz masculina, así que sólo podía ser el marido de Ester.
-Eh, oiga usted, aquí las reconvenciones las hago yo. –De nuevo habló el juez.
-Sí, señoría.
-¿Le constaba que Don Federico abusaba del alcohol?
-¿Qué es abusar, a qué llama usted abusar?
-Señoría, está tratando de eludir la respuesta.- Se quejó la abogadita.
-Vamos a ver, señora letrada, no quiero que esto se convierta en un circo. A partir de ahora las preguntas las voy a hacer yo. –Silencio absoluto en la sala.- ¿Se emborrachaba delante de usted?
-No, señoría.
-¿Consumía drogas estupefacientes delante de usted?
-No, señoría, don Federico era una persona de sanas costumbres.
-¿Alguna vez le vio alterado?
-Nunca, señoría.
-¿O fuera de su estado normal?
-Siempre de buen humor y con la mente bien clara.
-¿Cuál era la índole de su relación con él?
-Inicialmente negocios, después amistad.
-¿Qué clase de negocios?
-Yo le suministraba productos informáticos, y a veces hacía de subcontratista en proyectos de construcción e inmobiliarios.
-¿Le comunicó su intención de nombrarle fideicomisario en el testamento?
-Por supuesto, señoría.
-Luego entonces sabía de su delicado estado de salud.
-Sí, señoría, pero la letrada habló de varios infartos, y yo sólo supe de uno.
-¿Y qué motivo le dio para querer nombrarle fideicomisario?
-Señoría, si me permite explicarme, Don Federico no quería que sus dos yernos pudieran disponer de los bienes de la herencia, porque según me dijo son dos golfos que nunca han trabajado y les gusta vivir la vida regalada.
-¡Eres un mentiroso, cabrón! –Estalló el marido de Ester.
-¡Silencio! –Le cortó el juez.- No permito insultos en mi sala. Le impongo una multa de veinte mil pesetas. Salga ahora mismo. Oficial, tómele los datos. Se ha terminado el acto. Despejen la sala. Señora letrada, acérquese. –Y entonces se oyó, en voz baja, pero se oyó, porque todos habíamos enmudecido.- Señora letrada, usted ha montado esto y se le ha ido de las manos…

Yo estaba cruzando el umbral de la sala, cuando el marido de Ester, que estaba fuera esperando, se me abalanzó y no pude oír el resto de la reprimenda. Me sacudió un puñetazo que intenté esquivar, pero no lo conseguí del todo, me rozó en la nariz y yo aproveché para dejarme caer al suelo. Se me doblaron las rodillas y me desplomé de lado como si fuera un muñeco. El resto es un tanto confuso porque yo tenía los ojos cerrados y los demás se pusieron todos histéricos. Sé que escuché varios gritos de “socorro, una ambulancia” y era la voz de mi abogada. Ella me contó después que entre el juez, el oficial, y el secretario judicial consiguieron reducir al energúmeno. Rápidamente subieron varios policías y vigilantes jurados que estaban en el control de acceso y le esposaron.

-Llévenselo detenido a comisaría, por agresión, desacato y resistencia a la autoridad. Que se pase cuarenta y ocho horas en el calabozo, hasta que se le bajen los humos y después se lo llevan al juez de guardia.
-A la orden, señoría.
-Secretario, haga constar en el acta todo lo que ha ocurrido y le entrega copia a los policías, para que sirva de prueba.
-Sí, señoría.

Mi nariz seguía sangrando abundantemente. Yo sabía que no era nada, tengo tendencia a sangrar por la nariz, a veces por un simple estornudo se desencadena la hemorragia. No se si por mi alta presión sanguínea, o porque mis capilares nasales son frágiles. La noche anterior, sin ir más lejos, me había sangrado un poco. Pero la sangre es muy aparatosa y espectacular, mi traje nuevo estaba completamente arruinado, la camisa blanca totalmente enrojecida, y hasta el suelo del juzgado caían gotas y más gotas, hasta formar un reguero. Lucía, inclinada hacía mí, trataba de contener la hemorragia con su pañuelo. Y en esto llegó el médico de urgencia y los enfermeros. Yo fingí despertar del desmayo. Me hicieron inhalar algo, me taponaron las fosas nasales y me llevaron al hospital, para hacerme las pruebas oportunas. Salí de los juzgados por mi propio pie, un tanto inseguro, escoltado por los enfermeros, con mi traje nuevo empapado de sangre, bajo la mirada ansiosa de Ester, y por dentro riéndome del espectáculo, y de la que le iba a caer al imbécil desgraciado de su marido.

lunes, 13 de octubre de 2008

El tuerto. 80: Yasmín.

Hubo un corto periodo de tranquilidad, casi de normalidad. Rosita volvió a su trabajo de profesora en Leganés, y a ocuparse a tiempo parcial de la joyería, en la que contratamos a Yasmín, la novia de Charlie, como empleada permanente, y a mister Moon en tareas de protección, transporte de joyas y de dinero. Yasmín, como estudiante de bellas artes que había sido, tenía una fina sensibilidad para apreciar la calidad de las joyas, por ende su valor, y transmitírselo a la clientela, mayormente femenina, en el todavía reducido pero correcto español que ya estaba aprendiendo. Además, era una persona de absoluta honradez y confianza, sobre todo por sus principios idealistas, más que por la precariedad de su situación en el país. Finalmente le habían denegado su petición de asilo político, y ahora se encontraba tramitando un permiso de residencia ordinario. En cierto modo yo me sentía solidario con ella, también tuve que huir de mi país, aunque por motivos bien diferentes, y estuve meses pendiente del hilo de un permiso de residencia. Yasmín tenía el obstáculo añadido de que no era ciudadana europea, por lo que su permiso corría el riesgo de ser rechazado.

La honestidad de Yasmín la había comprobado al poco de su llegada a España. En cierta ocasión, hablando casualmente, y conociendo sus habilidades pictóricas, la tanteé sobre si estaría dispuesta a copiar un cuadro, por encargo de un cliente mío que pagaría muy generosamente. No me dejó ni terminar la frase, ni decir siquiera cuál era el cuadro que el cliente deseaba. A decir verdad, el cliente era yo, y estaba pensando en falsificar alguno de los valiosos lienzos de la mansión de Federico, con la traviesa intención de….darles el cambiazo a las herederas. Me interrumpió indignada, asegurando que ella jamás haría algo ilegal.
-Antes prefiero que me deporten a mi país, pero con la cabeza bien alta. –Y estábamos hablando del Irán post Jomeini.

Después Charlie me echó la bronca por dejar entrever siquiera un asomo de ilegalidad. Yasmín no sabía nada de las actividades delictivas de Charlie. Pobre Yasmín, si se hubiera imaginado de qué clase de asesinos y ladrones estaba rodeada, habría salido corriendo espantada a pedir asilo…en la embajada de Irán. Su ingenuidad me resultaba conmovedora. No sé si mis deseos de ayudarla eran por hacer algo bueno en la vida, algo noble al menos una vez. O si por el contrario lo que buscaba era tenerla cerca para averiguar si algún día Yasmín caería en la tentación y se saltaría sus propios principios. El caso de Rosita no era muy significativo al respecto, pues nunca estuvo claro que tuviera principios. Mas bien pienso lo contrario, que nunca los tuvo, ni la madre ni los huéspedes de la pensión fueron muy buena imagen. Lo que le faltaba a Rosita era el coraje para saltarse las normas, hasta que fue cogiendo seguridad en sí misma y terminó siendo audaz.

El caso de Yasmín era muy diferente, nunca le faltó la valentía para oponerse a la sociedad islamizada iraní, se negó a llevar el velo, a someterse a la dominación masculina. Ni tampoco ahora le faltaba la firmeza para negarse a seguir el camino fácil que yo le insinuaba. Su sentido de la libertad, la dignidad y la ética parecía innato. Charlie estaba completamente enamorado de ella -y no me extrañaba, yo mismo estaba un tanto fascinado-. Le había propuesto casarse, para de ese modo, como esposa de ciudadano británico, tener automáticamente la residencia. Y también lo había rechazado ofendida. Ella sólo se casaría por amor, nunca cometería un matrimonio falso, de conveniencia.
-Pero yo te quiero.- Intentó convencerla Charlie.
-No lo sé si me quieres de verdad, pero yo no estoy preparada para el matrimonio.

-¿Y no será que sospecha algo? –Le pregunté yo a Charlie, cuando me contó sus confidencias, algunas de las cuales me llevaron a pensar que el noviazgo entre ambos no había rebasado la fase platónica, y no por falta de ganas de Charlie.
-No lo creo, si sospechara algo ya no estaría aquí.
-Tienes razón.
En realidad mi pregunta no iba en serio, era más bien por inquietarle un poco, lo que en realidad me preguntaba es qué podía haber visto Yasmín en un traficante de drogas, ladrón y asesino como Charlie, para darle siquiera esperanzas. Es decir, me sorprendía que se hubiera venido con él desde Londres. Se me ocurrió que tal vez hubiera algún otro motivo, pero esto no se lo dije a Charlie. Lo que sí hice fue aprovechar la primera oportunidad para hablar discretamente con ella.

-En Londres hay muchos compatriotas tuyos, ¿no tenías amigos allí?
-Sí, algunos conocidos. – Noté que se ponía un poco tensa, lo cual me confirmó que estaba dando en el clavo.
-¿Y nadie especial?
-¿Qué quieres decir con especial?
-No sé, supongo que lo normal es que os ayudéis unos a otros, ¿no?
-Bah, no te creas, todo el mundo tiene miedo. –Al instante percibí que se había arrepentido de sus palabras.
-¿Miedo de qué?...Vamos, Yasmín, confía en mí, lo que hablemos tú y yo será un secreto, aquí estamos en España y no te va a pasar nada. Sólo quiero ayudarte.
-¿A mi, por qué?
-¿Prometes guardar secreto de lo que voy a decirte?
-Sí, lo juro. –Dijo con toda solemnidad. En ese momento supe que podía confiar en ella.
-Yo también estoy huido de mi país, y he vivido mucho tiempo en una pensión, sin papeles, igual que tú. Por eso me daría una alegría poder ayudarte en algo. Y ahora dime, ¿Miedo por qué?
-Muchos son espías de los guardianes.
-¿Quée? ¿Los guardianes?
-Sí, los guardianes de la revolución, los esbirros de Jomeini, ahora de Ali Jamenei.
-Explícame eso.
-Pues está muy claro. En Londres tienen espías por todas partes, fingen ser amigos tuyos, puede ser tu colega en la universidad, tu compañera de cuarto, y en realidad son espías que le pasan la información a los guardianes, para que tomen represalias.
-¿Qué represalias?
-A veces persiguen a tu familia en Irán, los detienen bajo acusación de contrarrevolucionarios. Otras veces te atacan directamente en Londres, de repente recibes una paliza de unos desconocidos encapuchados. O incluso…
-¿O incluso qué?
-Incluso ha desaparecido gente.
-No te preocupes Yasmín, con nosotros estás totalmente segura, te puedo garantizar que no somos chivatos, ni de esos guardianes ni de nadie.

Después de vivir algún tiempo en una modesta pensión cercana a la joyería, finalmente accedió a instalarse en nuestro amplio apartamento de la calle Velázquez. No resultó fácil convencerla, Yasmín no era alguien a quien le gustara recibir favores. Aparentemente fue Rosita quien logró vencer su resistencia con el argumento de que así le haría compañía en los periodos en que yo me encontraba en Tenerife. Pero yo quiero pensar que también influyó aquella conversación privada que sostuvimos.

Por cierto, que también las cosas en la isla volvieron a funcionar. Reanudamos la construcción del hotel, esta vez a cargo de una empresa un poco más cara, pero de reconocida calidad y solvencia. Al tiempo, para evitar en el futuro problemas similares al del Guti, y abrir un nuevo frente de negocio, fui planeando la creación de una sociedad constructora, que ejecutaría nuestras promociones y también competiría en el mercado. Tanteé la posibilidad de utilizar la sociedad “Caribbean”, que ya estaba formalmente constituida y vacía de contenido, a la espera de que el juez resolviese definitivamente el pleito. Jesús, el abogado me hizo desistir. Podíamos pedir al juez que nos concediese la administración provisional única, y saltarnos así la administración mancomunada que le habíamos puesto al Guti como cebo, pero en ese caso habríamos tenido que rendir cuentas periódicamente al juez, y no nos interesaba que la justicia metiera la nariz en nuestras cuentas, ni siquiera de manera rutinaria y burocrática. Así pues, lo mejor era constituir una nueva sociedad y dotarla de su propio capital. Mi problema no era de liquidez, sino al contrario, tenía demasiado dinero negro, fruto de mi antiguo negocio de las facturas falsas, pero no podía sacarlo a la luz a un ritmo demasiado rápido, ya que eso sí que habría llamado la atención del fisco. Por otro lado, me interesaba seguir integrando a la familia de “los toscos” en la nueva sociedad, por sus contactos con las autoridades urbanísticas locales, y por su larga experiencia en el aledaño sector inmobiliario. Pero el problema es que ellos sí que carecían de liquidez, hasta el punto que no podían suscribir el capital social necesario para tener una participación significativa y estar suficientemente motivados. Un asunto nuevo para el que buscar la solución. Y es que yo nunca descansaba, no podía simplemente disfrutar de lo mucho que ya había conseguido, necesitaba tener siempre un reto al que enfrentarme.

Por eso me gustaba volver a Madrid, a lo más parecido a un hogar que nunca tuve, abrazar a Rosa y encontrarme a Yasmín pintando en el salón, o en la terraza, dependiendo del tiempo que hiciera, sus paisajes y retratos de precisos trazos y elegantes colores que nunca lograba vender. Pobre Yasmín, exiliada de su país, rechazada por las autoridades británicas, huyendo de sus propios compatriotas exiliados. Todo para acabar encontrando refugio y ayuda en el seno de un grupo de delincuentes comunes. Casi me hacía sentir bien, después de todo tal vez no éramos tan malos.

viernes, 10 de octubre de 2008

El tuerto. 79: Gaby.

El tuerto está cabreado. Por la angustia que ha vivido como mero espectador, presenciando desde las sombras del aparcamiento cómo se iba Rosa acompañada por la policía, temiendo: “ya no la vuelvo a ver”. Tras las horas de incertidumbre, de miedo, de arrepentimiento por haber dejado que se llevara a cabo el plan de Rosa: “teníamos que haberlo hecho a mi manera, un rápido tiroteo y a escapar”. Luego vino el alivio profundo cuando las vio a las dos regresar al hotel, a ella y a la otra mujer. Al menos no se ha quedado detenida, pensó. Aún así, no respiró tranquilo hasta que no vio salir de nuevo al policía con una bolsa de plástico (los efectos del muerto, dedujo), montar en su vehículo oficial y marcharse.

Por fin salió de nuevo Rosita, con su maleta, después de abonar la cuenta en el hotel.
-¿Ya se marcha?, le preguntó el director con gran interés.
-Sí, después de lo que ha pasado la verdad es que prefiero cambiar un poco de ambiente, como comprenderá no tengo buenas sensaciones.
-Lo sentimos mucho y esperamos que vuelva a visitarnos en mejores circunstancias.
-Oh, sí, claro que volveré, el hotel ha sido muy de mi agrado.

Se sube al Mercedes de Charlie. Detrás va el tuerto, en su Renault Clío. Conducen hasta el hotel Don Benito, en la Calle Pérez Galdós, donde se hospedan, en habitaciones contiguas. Allí, en la del tuerto, a solas, se abrazan él y Rosa. El abrazo parece una reedición del que poco antes se han dado ella y Laura. Aquel abrazo fue de despedida, este de reencuentro, pero los dos parecen fundirse en uno sólo, solaparse en la mente de Rosa. Decimos hola porque antes hemos dicho adiós a alguien, o a algo. Decimos adiós para ir con otra persona, o para volver con nosotros mismos. Cuántas veces encubrimos la realidad con una apariencia de signo opuesto. El abrazo de antes entre las dos mujeres, que parecía de despedida, es en realidad un abrazo que sella y rubrica la complicidad que ha nacido entre ambas. El abrazo de ahora, entierra el miedo que los mantenía cohesionados, y abre la puerta a la individualidad, a la discrepancia, a la división, a la lucha por el poder.

Después de la angustia y después del alivio surge la ira, la indignación.
-Ahora que estás a salvo, y nadie lo celebra tanto como yo, permíteme que te diga que has sido una gran imprudente.
-¿Pero qué dices?
-Lo de menos es que nos hayas relegado al papel de comparsas.- Dice el tuerto. Pero no es verdad, no está siendo sincero, el y Charlie se sienten disminuidos, casi humillados por el protagonismo acaparador de Rosa.- Lo que no puedo ignorar es que te la hayas jugado tú, y de paso puesto en riesgo toda la operación.

Nada más pronunciar las palabras, se arrepiente. Su lado cerebral sabe que hay mucho de cierto en lo que dice, pero al mismo tiempo siente admiración por la audacia de Rosa. El no hubiera sido capaz de hacerlo, ¿o si?
Rosa en cambio está exultante. Hay una extraña belleza que irradia de ella y que el tuerto percibe. El brillo de sus ojos, la firmeza de su mirada, la barbilla que se levanta un centímetro más de lo habitual. El orgullo. Esa belleza maligna y a la vez fascinadora de una mujer que ha administrado la muerte. Sigue un intercambio de argumentos.
-No sabía que tuvieras miedo.
-Más que si hubiera estado allí, en plena acción.
-¿Pero qué querías que hiciera? La mujer apareció de repente en la piscina, si hubiera huido eso habría levantado más sospechas.
-Ya, pero ¿Y si te hubieran tomado las huellas? ¿Y si después de todo el análisis de laboratorio detecta esas sustancias que le diste? Entonces hubieras estado sentenciada. Métete en la cabeza que has rozado el desastre.
-Esas sustancias no las van a detectar.
-¿Por qué estás tan segura?
-Pues porque no las van ni siquiera a buscar. Sólo van a buscar signos de violencia, venenos, drogas y alcohol. Ya está. A menos, claro, que haya otros indicios y entonces, en lugar de las pruebas y marcadores habituales hagan un repaso exhaustivo a todas y cada una de las sustancias químicas. Además, esas medicinas no significan nada por sí solas, no son letales, puede haberlas tomado por prescripción médica, o incluso por su cuenta. Hay gente que toma betabloqueadores como si fueran tranquilizantes.
-¿Eso te dijo tu amiga?
-¿Qué amiga? –Por un momento Rosa no sabe a quién se refiere, cree que a Laura porque es la única amiga que tiene en la mente.
-Tú amiga la enfermera, la que te dio las medicinas. ¿Qué otra amiga tienes?
-Ah, pues sí, eso fue lo que me dijo. ¿Quieres que te cuente la historia de mi amiga? –En ese momento Rosa, para no tener que hablar de Laura, para darle al tuerto algo en qué pensar y evitar que le pregunte por la mujer de la piscina, prefiere contar una historia del pasado. Un pequeño secreto que ahora ya es inocuo, al menos comparado con otras cosas.

-Soy todo oídos.
-Mi amiga se llama Gabriela, Gaby. Fuimos compañeras del colegio. Mi madre ya sabes que no me dejaba tener amigas, ni que vinieran a la pensión, ni me permitía ir a su casa. Así que Gabriela y yo nos veíamos a escondidas de mi madre. Cuando teníamos quince años mi madre cogió unas fiebres y la tuvieron que llevar al hospital, estuvo una semana ingresada. Entonces aprovechamos para estar juntas, Gaby pidió permiso a sus padres para venir a dormir conmigo en la pensión. Yo les dije que tenía miedo de quedarme sola por las noches.
-Pero están los huéspedes.- Dijo la madre, un tanto suspicaz.
-Si, pero algunos no son muy de fiar. –Contesté. Finalmente el padre sentenció a nuestro favor, no se si por generosidad, o por quitarse un posible cargo de conciencia.

Esa semana que dormimos juntas, bueno, la verdad es que dormimos poco, nos quedábamos hablando hasta la madrugada, de nuestros planes en la vida, de nuestros sueños de adolescentes. Nos juramos amistad eterna, ayuda mutua ante cualquier adversidad, pasara lo que pasara. Después, cuando regresó mi madre, tuvimos que volver a los encuentros furtivos. A los diecisiete años nuestros caminos se bifurcaron. Yo entré a estudiar magisterio y ella enfermería, quiso estudiar medicina pero sorprendentemente no le alcanzó la nota, tuvo que conformarse con enfermería. Eso la dejó resentida y amargada con la sociedad, fue una injusticia. Todos estos años nos hemos seguido escribiendo y manteniendo el contacto. Ese pacto de ayuda mutua es el que invoqué hace poco, cuando me dio las medicinas y me explicó lo que necesitaba.
-¿Ella sabe para lo que era?
-Sí, por supuesto. Pero tranquilo, no dirá nada.
-Ya lo creo que no, sobre todo porque ella ha sido cooperadora necesaria, o sea, coautora. Pero dime otra cosa, ¿Qué es lo que has sentido al darle pasaporte?

-¿En qué momento? Porque ha habido muchos momentos diferentes. Por ejemplo, mientras estábamos cenando sentí asco al verle engullir e imaginar que toda esa comida se pudriría junto con él. Después, cuando le estaba dando el champán con las medicinas, estaba disociando el acto de sus posibles consecuencias, o sea, pensaba, simplemente le estás dando un betabloqueante que por sí mismo no es letal, todavía puedes dar marcha atrás y dejarle dormir la borrachera. Y por último, en la piscina…Me venía la imagen de mi madre, supongo que de algún modo estaba matando a mi madre, estaba vengando todas las humillaciones. Por otro lado, para tranquilizarme, me decía a mí misma: es un juego, como cuando le estás haciendo una ahogadilla a alguien. Y el hecho de que el Guti no opusiera resistencia lo interpretaba como una confirmación de que se trataba de un simple juego sin importancia…Hasta que apareció la mujer, la testigo, ahí me di cuenta de que no era un juego, tuve un instante de pánico, pero rápidamente se me pasó. Y ahora, en este momento, me siento eufórica, victoriosa, con ganas de celebrarlo. ¿Quieres dormir un poco antes?
-No, mejor después.
Y lo celebran, y en esa celebración flotan en el aire las imágenes de dos adolescentes durmiendo juntas, sintiendo mutuamente el calor de sus cuerpos. Flota desde luego la imagen de dos mujeres jóvenes en una piscina, una de ellas completamente desnuda, mojada. Y lo que verdaderamente flota es un cadáver .

lunes, 6 de octubre de 2008

El tuerto. 78: Laura.

-Me llamo Laura. –Dijo, e introduciéndose en el agua, ayudó a empujar el cuerpo inerte hasta el borde de la pileta. Entre ambas lograron ponerlo en seco.
-Yo Flor. – Dijo Rosa, y al salir del agua se percató de que Laura miraba atenta su desnudez, por lo que repentinamente pudorosa se cubrió con su albornoz y echó el otro por encima del cuerpo de Guti.
-¿Es su esposo? –Preguntó Laura.
-No, es mi socio. Ha debido ser por el alcohol.- Intentó justificarse.
-Pues claro, Flor, tomó demasiado trago, ya yo lo vi durante la cena. Será mejor que llamemos una ambulancia. Deje, yo voy a recepción.
-Gracias. –Rosa suspiró. Lo que más temía es que Laura se pusiera a practicar la respiración artificial y que Guti no estuviera muerto del todo. Un boca a boca de aquella mujer de rostro celestial y labios de terciopelo podría revivir incluso a un cadáver. Pasó a preguntarse si Laura habría detectado algo anómalo al entrar, llegando a la conclusión de que no pudo ver nada, si acaso le habría extrañado la tranquilidad que mostró.

Rápidamente analizó todas las posibilidades para buscar la salida adecuada. No se le ocultaban los riesgos que existían. En primer lugar, tenía que subir de nuevo a la suite y deshacerse de la botella de “Dom Pérignon”, y las copas con los rastros de betabloqueador y vasodilatadores periféricos. Eso fue lo que hizo de inmediato, mientras seguía pensando. Tampoco ignoraba que unas pruebas exhaustivas del laboratorio toxicológico revelarían la presencia de dichas sustancias en la sangre y órganos del Guti. Lo bueno es que esas sustancias no eran por sí solas venenosas ni letales.

Una opción -continuó sopesando- era dejar a Guti en la piscina y tras recoger sus cosas, incluida la botella y las copas, bajar al aparcamiento, montar en el Mercedes con Charlie al volante y desaparecer. Por la mañana, estaría tomando el avión a Madrid, habría recobrado su identidad de Rosa, y borrado todo nexo de relación con Flor Izaguirre. Sus acciones en “Caribbean” ya habían sido vendidas a “Paradise”, por lo que nunca más tendría que reaparecer. El inconveniente era que ese comportamiento levantaría sospechas, tal vez hiciera que el examen forense y las pruebas de laboratorio fueran más exhaustivas y terminaran dictaminando que la muerte fue provocada.

Entró en la suite, recogió todo, se vistió y se puso a limpiar las huellas dactilares de todas las agarraderas, de puertas y cajones, de los grifos del baño, de los vasos. De todo lo que recordaba haber tocado. Si la policía científica tomaba sus huellas, éstas quedarían registradas, y quién sabe, algún día en el futuro podrían descubrir su verdadera identidad, cotejándolas con la base de datos del Documento Nacional de Identidad.

La segunda opción era permanecer, aguantar el tipo, hacer su declaración ante la policía, y confiar en que no le retuviesen el pasaporte y, sobre todo, que no le tomaran las dichosas huellas. Mientras no hubiera un dictamen médico no se la podría considerar sospechosa de nada. A ello se sumaba que la carita angelical de Laura y su declaración como testigo, haciendo énfasis en el abuso de alcohol de Guti, eran una baza inmejorable. En esto llamaron a la puerta. Era Laura.


-Ya están llegando. Tuve que buscar al mozo, que dormitaba en un cuartito. Ha telefoneado al director del hotel.-Continuó Laura.- También está para acá. Ha dicho que intentemos no alarmar a los clientes.
-Perfecto. - Pensó Rosa en voz alta. Se le escapó decirlo porque en realidad seguía pensando, intentando decidir cuál era la salida adecuada.
-Voy a cambiarme yo también, -dijo Laura- y bajamos. – Esa extraña confianza que le infundía la joven mamá inclinó la balanza a favor de la segunda opción. Asumir un poco de riesgo ahora, si todo salía bien, significaba dejar casi resuelto el asunto, mientras que huir implicaría que el caso siempre estaría abierto. Prefirió afrontar.


Así que allí estaba, en compañía de una hermosa mujer, cuando entraron los de la ambulancia, corriendo pero discretamente, para no alarmar a los distinguidos huéspedes. Tres personas: una mujer bajita, la doctora, y dos jóvenes robustos con un desfibrilador y un pequeño monitor.
-Le aplicamos el desfibrilador. –Dijo la mujer.

Por lo que Rosa pudo ver, le dieron hasta tres descargas, y tras cada una comprobaban en el monitor si había alguna actividad cardiaca. También le pusieron una inyección de lidocaína y adrenalina y le sacaron una muestra de sangre para valorar el pH y el oxígeno.
En ese momento llegó el director del hotel y habló en un aparte con la doctora. Finalmente se acercaron.
-¿Son ustedes familiares? Siento decirles que está muerto.
-No, es mi socio. Arriba tengo el teléfono de su esposa.
-Nos lo vamos a llevar en la ambulancia, lo pasaremos por urgencias y de allí al tanatorio. El director nos ha pedido ese favor porque sino tendríamos que dejarlo aquí hasta que viniese el juez a levantar el cadáver. De todas maneras ya hemos avisado a la policía, que está al llegar, y al médico forense.



Cuando llegó la policía Rosa perdió toda capacidad de pensar, de elaborar nada. Es como si su cerebro, al haber asumido que ya no podía escoger, que ya todo estaba decidido, se hubiera colocado en una especie de piloto automático. Se movía y respondía con lenta regularidad. Fueron a comisaría para prestar una declaración formal. Por suerte, les interrogaron a ella y a Laura conjuntamente, y fue Laura, muy habladora, quien llevó la voz cantante en todo momento. Fue una testigo inmejorable, describió la cena con todo detalle, la cantidad de botellas de champán que ingirió el finado, los síntomas de embriaguez que iba mostrando progresivamente, el enrojecimiento de sus pupilas (Rosa se preguntó cómo podía haber percibido eso, a la distancia que se hallaba), su conversación cada vez más pastosa y a la vez vociferante. Relató cómo se tambaleaba cuando se levantó para ir al cuarto de baño, cómo les llamó la atención ese detalle a su marido y a ella. Laura era una magnífica fabuladora.
-Ahora está cuidando al bebé, pero si quieren avisarle, mi marido puede confirmarlo todo.
-No se preocupe, no será necesario, ya hemos llamado a los empleados del hotel, que nos explicarán eso.
Luego relató una versión perfecta, inventada y sublimada, de la escena en la piscina. Cómo estaban los tres tranquilamente, ellas dos hablando en una esquina de la pileta, y él se tiró a hacer un largo…Y cuando se dieron cuenta flotaba inerte. Nada pudieron hacer por él excepto sacarle de la piscina y llamar la ambulancia. Omitió detalles irrelevantes, como la desnudez de Flor. Y cargó las tintas en la borrachera. Sólo hubo un momento de tensión, cuando el policía le preguntó directamente a Rosa/Flor, cuál era la relación que tenía con el difunto.
-Pues mire, estábamos para crear una empresa constructora entre los dos, pero ni siquiera habíamos comenzado, y ya me temo que nunca comenzaremos. Mire, yo traía un aval de un banco de Panamá, que si quiere le puedo mostrar, por un millón de dólares, pero no he llegado a hacerlo efectivo, así que todavía lo conservo. –Diciendo lo cual, sacó de su bolso el meritado aval y se lo mostró al policía, que lo contempló con interés. El policía debió llegar a la conclusión de que una mujer que posee un millón de dólares para invertir en España no puede ser sospechosa de nada, por lo que se lo devolvió, tomando nota en el acta de declaración.

Ambas firmaron al pie de la misma. Primero Laura Cabrera, 1437 Brickell Ave., Miami, Florida, Estados Unidos. Después Flor, que leyó atentamente la declaración, aunque sólo consiguió memorizar la dirección de Laura.

-Muchas gracias, pueden marcharse. Pero les ruego que me avisen antes de abandonar el país, por si tenemos alguna pregunta más. Ah, uno de mis agentes las acompañará para recoger los efectos personales del difunto. –El policía se puso de pie y se despidió con un apretón de manos.
Y ya está. Ni retención de pasaporte, ni huellas, ni siquiera tuvo que llamar a la esposa de Guti, la policía se encargó de tan desagradable tarea.

Regresaron las dos al hotel en el coche de la policía. Rosa iba pensativa, calculando la forma y momento de desaparecer. Laura seguía tan locuaz.
-Mi marido y yo estamos pasando unos días de vacaciones.
-Ah, es magnífico. Por cierto, les felicito, tienen un bebé muy lindo.
-Gracias. Pasado mañana iremos a visitar a unos amigos en Lanzarote, si quiere acompañarnos… -Oh, me encantaría hacerlo, pero no es posible. Esta misma noche vuelo a la península para realizar otros negocios.
-Qué lástima. Pero entonces tal vez quiera almorzar con nosotros…
-Pues la verdad es que me caigo de sueño y no se siquiera si me despertaré a la hora del almuerzo.
-Pero claro, qué distraída soy. Como yo últimamente, por los biberones de mi hijito, apenas duermo dos horas seguidas…Por cierto, espero que su papi le haya dado el que le toca, porque sino mi pobrecito estará hambriento.

Subieron los tres a la suite de Rosa. Esta le entregó al policía una bolsa con las ropas y pertenencias del Guti, incluyendo la cartera con el casi millón de pesetas que había ganado en el casino. El agente le dio una copia del acta de entrega y se marchó en el ascensor. Rosa y Laura se miraron a los ojos.
-Gracias por todo, Laura, me has ayudado muchísimo.
-Por nada, Flor, era mi deber. –Se abrazaron.

miércoles, 1 de octubre de 2008

El tuerto. 77: La botella de “Dom Pérignon”.

-Dejadme hacer a mí, -dijo Rosa- los hombres matáis violentamente y se os ve el plumero. Las mujeres matamos mejor.
Charlie y yo tuvimos que callarnos y obedecer, especialmente porque no disponíamos de ningún plan alternativo. El Guti había vuelto a ir a todas partes acompañado de su guardaespaldas; Rosa era la única que tenía acceso a él.
-Si, te dejamos, pero tiene que ser pronto, antes de que se anote el embargo en el Registro Mercantil, y sobre todo antes de que llegue al banco el bloqueo del dinero.
-Ya lo se, tranquilos. Dile al abogado que retenga la orden un par de días. Mañana vuelo a Tenerife para hablar con una vieja amiga de la infancia. Pasado mañana bien temprano estaré de vuelta y esa misma noche caerá.
-¿Una vieja amiga? ¿Quieres que te acompañe?
-No, es mejor que vaya sola para que tenga plena confianza en mí y me de lo que necesito.
-¿Y qué necesitas?
-Cierta información…y unos pequeños medicamentos. Mi amiga es enfermera, pero sabe más que muchos médicos.

No quiso desvelar nada más, a pesar que insistimos. Se cerró en que por ahora cuanto menos supiéramos mejor, y que ya nos lo contaría en su momento. Lo que sí estaba esa noche era muy alterada, nerviosa, y como consecuencia su habitual apetito sexual se había incrementado. Suerte que no me había tomado mis tranquilizantes, aún así tuve que hacer un sobreesfuerzo, y ya al final de la noche Rosita hubo de emplearse a fondo, haciendo uso de técnicas para estimularme que nunca antes había empleado. Llegué a pensar que era la idea de matar al Guti lo que la excitaba y la volvía violenta.
-¿Por qué no regresas mañana por la noche? –Pregunté.
-Cuando termine de hablar con mi amiga ya no habrá vuelo.
-¿Dormirás en su casa?
-Tal vez.
-¿Erais muy amigas?
-Era mi única amiga.
-¿Y qué pasó?
-¿Por qué crees que pasó algo?
-No sé, tengo la sensación…
-Pues te equivocas.
Sus palabras no consiguieron disipar mi sospecha de que tras ese velo de misterio algo me ocultaba. Como no soy dado a especulaciones, decidí que ya me lo contaría cuando quisiera. Sin embargo, ese día y medio que estuvo fuera no pude resistir la tentación de registrar sus cosas, mas no encontré nada. Noté que se había llevado consigo el libro que estaba leyendo últimamente, que –ahora caí en la cuenta- trataba de medicina farmacológica.

La misma mañana de su regreso telefoneó al Guti y le invitó a cenar en el hotel Catilina. Hablaban del terreno cuya compra iban a formalizar en breve, y de las gestiones posteriores para impulsar su recalificación. Por alguna casualidad ambos tomaban mariscos, gambas, langosta, canapés de salmón, un poquito de caviar y champán francés. No querían alimentarse sino dar gusto al paladar. Si bien sus razones probablemente diferían, los dos querían hacer de aquella noche algo memorable, y a fe que lo consiguieron.
-Esta noche la quiero especial, mi socio, mañana regreso a Caracas.
-¿Y eso?
-Mis inversores me reclaman, y tengo que dar satisfacción a mi señor marido antes que me abandone por una tacarigua o me mande buscar con el ejército.
-Hace bien, yo no la dejaría ir así, libremente por el mundo.
-¿Pues que se cree, que sólo ustedes los varones pueden tener sus querindangas?

El Guti se levantó de la mesa para ir al baño y Rosa paseó la vista por el salón hasta recaer sobre una pareja con un bebé de meses. El papá lo tenía recostado sobre su pecho, y la mamá decía unas palabras (no escuchó si eran dirigidas al bebé o al marido) mientras observaba a Rosa. Sus miradas se cruzaron. Era una chica joven, de rostro angelical, con suaves rasgos redondeados, tez clara, cabello moreno. Abiertamente sonreía y Rosa le devolvió la sonrisa. La chica terminó de tomar su café y la pareja se levantó de la mesa. En ese momento volvió el Guti, Rosa se percató de que la chica también le miraba. Como si se estuviera preguntando qué estarían haciendo juntos, qué relación tendrían. Pensó que la chica probablemente les habría estado observando durante la cena. El Guti ni reparó en el detalle, se sentó y continuaron cenando.

La conversación languidecía, ya habían agotado todos los temas que podían tener en común. En realidad el peso del diálogo recaía en Rosita, porque Guti lo que hacía era masticar, tragar y beber, y de vez en cuando soltar alguna estupidez. De hecho estaba empezando a sentir antipatía hacia él. O tal vez fuese que se estaba preparando psicológicamente para lo que tendría que hacer más tarde. Pero el caso es que su forma de comer le repelía, su conversación era insulsa, y su actitud arrogante. “Menuda joya de socio”, pensó, “menos mal que le voy a tener que aguantar muy poco”.

Pero aún era demasiado temprano. Así que propuso que subieran al casino a jugar esos “bolívares” que tenían pendientes. De ese modo se distraerían y no tendrían que hablar. El Guti apostó a la ruleta y ganó. Siguió apostando y la suerte le era favorable la mayoría de las veces. “Si encima morirá contento este cabrón”, pensaba Rosa. Continuaron tomando champán hasta la última tirada. Cuando cambió sus fichas el patán había ganado casi un millón de pesetas.
-¿Quiere un cheque o efectivo?
-Nada de cheques, je, je, billetes de diez mil. –Su embriaguez era ostensible.
-Vamos a mi suite, a tomar la última copa.- Sugirió Rosa. Y cuando pronunció esa frase, “la última copa”, le sonó como si estuviese dictando la sentencia.
-¿A tu suite? Pues sí que hoy es mi día de suerte…
-No lo sabes tú bien.
-Ah, ¿Sí? ¿Qué me tienes preparado?
-Una sorpresita que espero te guste.

La nevera de la suite estaba muy bien abastecida, para beber o comer a cualquier hora.
-Tengo aquí un “Dom Pérignon Gran Reserva” del 78, que nos lo vamos a beber usted y yo ahorita.
Si el Guti se hubiera acercado por detrás en ese momento, hubiera visto que el precinto de la botella estaba quitado, la caperuza sobrepuesta, y el tapón no era el original. Pero como estaba recostado en el sofá, muy borracho, ni siquiera le preocupó que fuera ella la que le sirviera a él y no al revés. En ese instante consideraba que todo le era debido, le parecía natural que una joven y bella mujer le invitase a su habitación. El era el importante socio que dentro de poco, aprovechando los viajes de ella, empezaría a meter la mano en la caja de la sociedad. Y si se terciaba, en los próximos minutos metería la mano entre las piernas de su socia. En esos pensamientos se hallaba y por eso ni se percató del poco ruido que hizo el tapón al saltar.
-Por los negocios.
-Hum, sí que está bueno. –El paladar todavía lo conservaba. Se hallaban sentados en el sofá, más cerca que nunca. Se acercaba el momento de la verdad. El Guti acarició el brazo de Rosa, intentó besarla en los labios, pero ella apartó la cara en el último instante, permitió que hocicase un poco en su cuello y mientras aprovechó para vaciar su copa intacta en el jarrón de la mesita.
-Déjese de besos, que los besos los guardo para mi marido. Esto sólo es un desahogo para el cuerpo. Y bebamos, que las burbujas se pierden. – Sirvió dos nuevas copas. Guti apuró la suya, Rosa le colocó de repente su mano en la entrepierna.
-¿Pero qué le pasa mi hijito, que no se le para? ¿Es que no le gusto?
-Es el alcohol…-Murmuró el Guti.
-Pues tómese la última –y esa palabra le repicaba en la mente- que ahorita vamos a darnos un baño en la piscina para que se despierte, concho.
-¿En la piscina? Pero no tengo bañador.
-Qué bañador, en cueros vivos mi socio, que a esta hora no hay nadie. –Eran las tres y cuarto de la madrugada.

La propuesta era tan turbadora que Guti sacó fuerzas para incorporarse, abotargado como estaba, y dejó que Rosa le desnudara y cubriese con un albornoz para bajar a la piscina. Tomaron el ascensor y entraron, abrazados por la cintura, en el recinto acristalado. En ese momento, calculó Rosa, estaban empezando a surtir efecto las sustancias disueltas en el champán. Rememoró las explicaciones que le había dado su amiga la enfermera. Un bloqueador B-adrenérgico y un vasodilatador periférico, medicamentos muy sencillos, ninguno letal por sí sólo, recetados habitualmente para cualquier tipo de arritmia cardiaca o problema circulatorio. El vasodilatador periférico haría que el flujo sanguíneo se distribuyese hacia el cuerpo, en detrimento del riego cerebral. El efecto vasoconstrictor del champán reforzaría dicho efecto, impidiendo casi totalmente el flujo. De hecho, antes incluso de entrar en la piscina ya estaba semiinconsciente. En el instante de sumergirse en el agua a 26 grados la diferencia de temperatura incrementó la dilatación periférica. Como consecuencia, el Guti sufrió un leve síncope, una pérdida súbita de conciencia causada por fuerte disminución de flujo sanguíneo cerebral. En condiciones normales la inconsciencia sería breve, pero ese fue el momento que Rosa aprovechó para hundirle suavemente la cabeza en el agua y contar los segundos. El bloqueador B-adrenérgico actuaba impidiendo una descarga de adrenalina que hubiera hecho bombear a toda máquina el corazón, provocando una reacción defensiva inmediata. Guti trataba de sacar la cabeza, pero muy débilmente, sin fuerza. Treinta segundos. Y lo importante es que tenía la boca abierta y respiraba agua, no inhalaría mucha debido a su inconsciencia pero la suficiente para certificar su muerte por ahogamiento. Salían burbujas de su boca y no eran las del champán. Un minuto. El Guti estaba totalmente inmóvil en la piscina. En ese momento una figura entró en el recinto. Era la mamá del bebé. Rosa sufrió un instante de pánico, hasta que sus miradas se cruzaron. La mamá esbozó una leve sonrisa tranquilizadora.
-Acabo de amamantar a mi bebé y como no conseguía dormir me vine a dar un baño…-Tenía una voz suave, como de seda, y un acento cubano muy cálido.
-Creo que se ha desmayado, ayúdeme a sacarlo del agua.