domingo, 8 de febrero de 2009

El tuerto 94: El inspector Otero.

La noche antes de mi regreso a Tenerife, a dar la cara ante la policía, Rosita me ofreció –sin que yo le hubiese vuelto a insistir- una explicación de todo lo que pasaba por su mente. Fue después de hacer el amor como nunca, me sonó a despedida. Resultó una explicación muy razonable, convincente. Tal vez incluso demasiado razonable.

-Mira, querido, necesito aclarar qué es lo que nos une, y quizá sobre todo averiguar qué clase de efecto produces tú en mí. Tengo la sensación de que has hecho aflorar una parte siniestra que había en mi interior y que yo misma desconocía, ni imaginaba que existiera. La verdad, lo del Guti aún no acabo de asimilarlo, es como si lo hubiera hecho otra persona, otra Rosita.
-Claro, en realidad lo hizo Flor Izaguirre.
-Estoy hablando en serio.
-Yo también, creo que todos albergamos varios personajes de diferente calaña pugnando por salir a escena. Fíjate, sin ir más lejos, que llevo varios días pensando hacer un sustancioso donativo a alguna entidad benéfica. Sólo que no consigo elegir a cuál.
-Ya, pero no me cambies de conversación, ahora que estoy intentando explicarte. Lo que quería decir es que tú y yo por separados somos de una forma, y juntos parece que nos transformamos. Volviendo a lo del Guti, porque eso me ha marcado. Creo que por una parte me lo tomé como un reto, quería emularte, conseguir tu admiración o algo así. Pero sólo conseguí que te pusieras receloso. –Abrí la boca para intentar rebatirla, pero no me dejó.- No, escúchame, no me interrumpas ahora que estoy lanzada. Que no te estoy reprochando nada. Y en el fondo, confieso que no fue sólo por emularte, la verdad es que me gustó hacerlo, y aún no he encontrado las palabras exactas para definirlo. Fue como un acto de liberación, de resentimiento y rencor hacia la humanidad en general, por todas las humillaciones que he sufrido, no sólo por parte de mi madre, sino de mis propias amigas, a las que yo consideraba amigas, y al final sólo una puedo decir que verdaderamente lo sea. Y de algunos chicos, peor aún que su desprecio era su compasión, maldita sea, no quiero compasión. Y también disfruté porque ese Guti era un sujeto asqueroso, en todos los sentidos, físicos y morales. Disfruté y eso hace que me sienta aún más extraña. Una cosa es haberle matado, que se lo merecía, y otra muy distinta disfrutar con ello. Si lo hubiera hecho sólo como un acto justicia, de venganza incluso, no me hubiera asustado tanto de mí misma. Pero ahora tengo miedo, y necesito saber quién soy yo en realidad. ¿La que vivía apocada, sometida a su madre, o la asesina que disfrutó quitando la vida? En realidad te estoy muy agradecida, contigo he descubierto la libertad. Pero compréndeme…tanta libertad me da miedo.
-Te comprendo perfectamente. Pero dime una cosa, ¿y esa repentina pasión tuya por las joyas, por el lujo, de dónde te viene?
-Pero si hasta en eso la culpa la tienes tú, que me iniciaste. ¿No te acuerdas cuando me regalaste la tobillera de diamantes?
-Claro que me acuerdo.
-Pues fue el comienzo. Descubrí que me gustaba, y mucho. En realidad me fascinaba y sentía vergüenza a la vez, lo cual crea en mi una espiral que se retroalimenta, pues cada vez que me pongo una joya no sólo me recreo con algo hermoso, y créeme que me encanta, sino que también estoy venciendo esa parte pusilánime que había en mí. Así que me causa un doble placer. Puede que sea infantil, pero no quiero evitarlo. Me gusta sentirme admirada.

Al día siguiente me acompañó al aeropuerto y se despidió, algo más efusiva de lo habitual. Nada más aterrizar en Tenerife, sin pasar siquiera por mi casa, fui directo a hablar con Luis Tosco. Me contó con algo más de detalle lo que ya me había anticipado por teléfono; que habían estado dos inspectores de policía preguntando por Charlie, por su paradero y por su vinculación con la empresa, que habían hablado con los empleados y con el abogado Jesús, pero que nadie había podido decir gran cosa porque nada sabía en realidad, excepto que era un socio que había sido presentado por mi. De ahí el interés de la policía en hablar conmigo.
-¿Te han dejado algún teléfono, con quién debo hablar, o algo?
-Si, con el inspector Simón Otero, de la Brigada de Homicidios. Aquí está su tarjeta.

Aprovechando que me había tomado un ansiolítico extra en los lavabos del aeropuerto, y me encontraba muy relajado, sin más dilación le llamé, allí mismo, desde el teléfono de la inmobiliaria, delante de don Luis, aparentando la mayor soltura e indiferencia. Hay que coger el toro por los cuernos, como dicen los españoles. Conseguí que me pasaran con el inspector, me identifiqué.
-Me han dicho que quería hablar conmigo.
-Sí, es sobre su amigo Charles.
-Mi socio más bien.
-Bueno, su socio. ¿Cuándo podría pasarse por la comisaría?
-Ahora mismo, si quiere.
-Perfecto, le espero.

Así llegué a la comisaría pregunté en el control por el inspector y le pasaron el aviso de mi llegada. Esperé unos minutos en la salita, hasta que bajó el propio inspector en persona a recibirme. Era alto, fuerte, con acento peninsular. Le acompañé hasta su despacho, era un cuarto bien iluminado, a través de los estores de la ventana se filtraba la luz del sol, nada que ver con la escena de un tercer grado. Nos sentamos frente a frente, me ofreció un cigarrillo.
-Gracias, no fumo.
-¿Le importa que grabe la conversación?
-En absoluto.
-Bien, así que ha estado usted de viaje.
-Sí, en Lisboa y en Madrid.
-¿Por negocios?
-Sí, en Portugal estoy buscando zonas para expandir nuestra actividad promotora e inmobiliaria, ya sabe, todavía hay buenos precios, en comparación con España, y las posibilidades son buenas.
-¿Y ha encontrado lo que buscaba?
-Bueno, he visto varios terrenos. Tengo que estudiarlo más a fondo y por supuesto consultarlo con mis socios. Si le interesa invertir puedo mandarle un informe por escrito dentro de unos días.
-Oh, no, el motivo de esta conversación es muy otro. Aunque es posible que necesite un nuevo socio…
-¿Y eso?
-No encontramos a su amigo Charles, parece que se ha esfumado. ¿Sabe usted algo de su paradero? –Me disparó a bocajarro la preguntita, mirándome fijamente, y volvió a insistir en lo de “amigo”. Pero en ésta ya no le corregí. Había decidido que mi estrategia sería colaborar enteramente con la policía, no ponerme formalista ni quisquilloso. Si se les daba motivos para investigarme a fondo podían sacarme muchos trapos sucios, así lo que me interesaba era dar una buena imagen, de ciudadano colaborador.
-Pues no, y se me hace raro, porque en alguna ocasión que se marchó de viaje me dejó las llaves de su apartamento, ya sabe, para que alguien le echara un vistazo, retirara la correspondencia del buzón, etc.
-¿Cuándo le vio por última vez?
-Verle, verle…no me acuerdo, la última conversación fue por teléfono, hará cosa de mes y medio…o dos meses, no recuerdo bien.
-Intente recordar, es importante, si quiere puede consultar este calendario, o su agenda. Necesitamos que sea lo más preciso posible.
-Déjeme pensar…Sí, recuerdo que hablamos por teléfono, yo estaba en Madrid, le conté que la inauguración del hotel se retrasaría, no por las obras sino por las licencias y papeleos de la Consejería de Turismo. Ya sabe.
-Sí, continúe.
-Así que debió de ser en torno a esta semana, -se la señalé en su calendario-. O sea, que hará unos dos meses.
-Ya, y ¿él no le comentó nada de que pensara ausentarse?
-Quizás por entonces aún no tuviera previsto ir a ninguna parte…
-¿Cuál es su relación con él? ¿Cómo le conoció?
-Vino a nuestra inmobiliaria, quería comprar un apartamento, pero no para vivir en él, que ya tenía, sino como inversión. Ahí reconozco que yo le convencí para que en lugar de eso, lo invirtiera en nuestra sociedad. Y pasó a ser socio. También es cierto que yo le presenté como amigo mío, en lugar de como cliente, para así capitalizarlo como un éxito mío y fortalecer mi posición dentro de la sociedad. Yo había empezado como un simple empleado, y necesitaba ascender. Dado que los dos éramos británicos, todo el mundo dio por hecho que era así, y en realidad todo el mundo contento, Charles tiene unas acciones que valen más de lo que valdría ese apartamento que pretendía comprar, y la sociedad consiguió una ampliación de capital en un momento muy oportuno.
-Ya, y usted llegó a ser consejero delegado…
-Sí, pero eso no hacía daño a nadie, al contrario, la inmobiliaria estaba vegetando, y yo la reactivé hasta el punto que hemos construido un hotel.
-Le felicito, pero dígame, ¿Su…socio Charles tiene algún teléfono móvil?
-No que yo sepa.
-¿Y usted?
-De vez en cuando lo uso, pero siempre me olvido de cargar la batería. Y el último no sé qué pasó que lo he extraviado, o me lo han sustraído.
-¿Y lo ha denunciado?
-No, porque estaba apagado, así que nadie podía hacer uso.
-De todas maneras debería denunciarlo.
-¿Si? Bueno, lo haré.
-Y dígame, ¿Sabe usted el origen del dinero de su amig…digo su socio?
-No nunca se lo pregunté, ni él me lo dijo. Como comprenderá hubiera sido indiscreto por mi parte.
-¿Sabe si…Charles tiene algún familiar?
-Pues…sí, algo me dijo de que tiene una hermana en Inglaterra, creo que está intentando que ella venga a vivir a Tenerife.
-Creo que es todo por ahora. Es posible que le llamen mis compañeros de Las Palmas, que son los que llevan el caso, o tal vez el juez instructor.
-Entonces hay un caso. ¿Puede decirme de qué se trata? ¿Por qué le están buscando?
-Lo lamento, pero por ahora no puedo decirle nada más. Simplemente eso, que le estamos buscando, y que ha desaparecido misteriosamente. Gracias por su colaboración.


Me estrechó la mano. Yo salí de la comisaría como un zombi, pensando en todo el interrogatorio, intentando deducir de sus preguntas hasta dónde podían saber, estrujando mi cerebro para detectar grietas, trampas. El dinero, los teléfonos móviles, la hermana…Sabiendo que volverían a llamarme, que ahora mismo tendrían pinchados mis teléfonos, por si acaso, que no pararían hasta encontrar lo que buscaban, o algo les hiciera descartarme, o algo más importante recabase su atención…

sábado, 31 de enero de 2009

El tuerto. 93: Caronte acecha.

No era buena idea quedarse demasiado tiempo en el mismo sitio. Así que a pesar de que me encontraba muy a gusto en aquella tranquila mansión le dije a Rosita que por qué no nos marchábamos al Algarve, como habíamos planeado, y nos confundíamos entre la vorágine de turistas, muchos de ellos británicos como yo. Además, Rosita estaba un poco harta del tráfico de Lisboa, de los atascos y sobre todo de la forma temeraria que tienen de conducir, sin señalizar, cambiando bruscamente de carril, por no hablar de su nulo respeto a los límites de velocidad. Una gente encantadora, pero una vez al volante se transforman en furiosos kamikazes. Y yo con mi brazo manco, apenas un adorno, y con los reflejos embotados por las pastillas, ni de lejos podía soñar, ni apetecer, darle relevo en el volante.

Rosita estaba rara, afectuosamente apasionada, como siempre, pero se quedaba pensativa más a menudo de lo habitual, como si su mente volviera a Madrid. También debo confesar que yo no era un acompañante demasiado alegre en aquellas circunstancias.
-¿Te preocupa algo? -Le preguntaba, irónicamente, ya que quien debía estar preocupado era yo, pero las pastillitas me proporcionaban un efecto sedante que alejaba la preocupación y me hacía contemplar todo como en la distancia.
-No, es sólo que estaba pensando en todo lo que tengo pendiente de la joyería.
-Olvida la joyería, deja que Yasmín se ocupe.
-También tengo que reincorporarme al colegio.
-Pues si quieres regresamos a Madrid.- Propuse, y ella aceptó. Al fin y al cabo me daba igual un sitio que otro, Madrid era un sitio tan bueno como cualquiera para pasar desapercibido mientras me reponía, lenta, demasiado lentamente para mi gusto. Y así fue como el proyectado viaje por el sur de Portugal se quedó en palabras. Me dejé llevar, pasivo y dócil, de regreso a Madrid. Poco importaba el sitio, lo único que deseaba era descansar tranquilo y reponer mi brazo, al menos para poder mover y flexionar con moderada agilidad, pues ya asumía que ese brazo ya nunca sería el mismo. De hecho hice todo el viaje medio adormilado por las pastillas, y ambientado por la suave música Rosita sintonizaba para distraerse durante aquel monótono trayecto.

En el piso de la calle Velázquez disfruté unos días de calma externa y sosiego interno. Rosita y Yasmín salían por la mañana temprano, una al colegio, la otra a la joyería, y yo me quedaba plácidamente durmiendo hasta media mañana. Sobrecogido por extrañas pesadillas de las que me despertaba intrigado, y a las que daba vueltas mientras desayunaba un zumo, un café, una tostada, invariablemente y por ese orden. Después salía a la calle, a estirar las piernas, en un deambular que a veces me conducía hasta el parque del Retiro, a sentarme a tomar el sol en algún banco, imitando a los ancianos. Mañanas de jubilado, me decía a mí mismo, mientras me preguntaba, ¿qué pensarán de mi estos viejitos, qué se imaginarán que soy? Porque evidentemente son cotillos, me miraban con atención, alguno se atrevía a sentarse a mi lado, e intentaba entablar conversación.
-Hace buen día, ¿eh?
-Sorry, I don´t understand.- Le respondía yo indefectiblemente, con mi más cerrado acento londinense, rogando porque el viejo, o la vieja, no fuese angloparlante. Y me dio buen resultado. Pero al final opté por cambiar de itinerario. Y un buen día, contemplando los nuevos cuadros que había pintado Yasmín en sus ratos libres, elegantes paisajes que yo le había comprado para la decoración de mi hotel de Puerto Mogán, se me ocurrió visitar el paseo del Prado.

La verdad, hasta entonces no había sido yo muy dado a la pintura, dejando aparte aquel episodio de los cuadros que robamos y finalmente devolvimos por imposibilidad de darles salida. No me parecía útil, ni le encontraba el encanto, más allá de un ligero recreo para la vista, y en mi caso incluso eso estaba mermado, sería más exacto decir un medio recreo para mi media vista. Sin embargo, tal vez mi predisposición había cambiado por las circunstancias, porque en aquella primera visita y en las sucesivas hubo muchos cuadros que me impresionaron, algunos de manera especialmente fascinadora. “El paso de la laguna Estigia”, de Joachim Patinir.

Me llamó la atención muy a pesar de su pequeño tamaño, apenas un metro. Pensé que sería un buen paisaje para que lo recreara Yasmín, ese contraste de elementos y colores, el azul oscuro del agua, el blanco algodonoso de las nubes, los matices verdes en ambas orillas…y el fuego en expansión. Pero al leer el título, recordé la mitología griega y de golpe comprendí la metáfora de la muerte que encerraba el cuadro. El barquero no era otro que Caronte, y el fuego…sin duda el fuego del Averno. Sentí una profunda emoción. Ese cuadro era un “memento mori”, y yo realmente había presenciado muy de cerca la crudeza de la muerte, yo mismo a punto de morir, salvado por un maletín “Samsonite”. Pero, ¿porqué Caronte va casi desnudo?, me preguntaba, mirando como hechizado el óleo. Ese detalle me desconcertaba. Tuve que sentarme al caer en la cuenta de lo que significaba. Desnudo irás a la otra orilla. En la muerte ninguna de tus pertenencias te protegerá, ninguna de tus riquezas te aliviará, y ni siquiera tus vestidos impedirán que los gusanos den buena cuenta de ti.

Pero ¿por qué me impresionaba precisamente ese pequeño cuadro y no tanto otros que trataban de la muerte de manera más espectacular y cruenta? Sin ir más lejos el de Pieter Bruegel, con título bien explícito, “El triunfo de la muerte”, e imágenes espectaculares, apocalípticas, montañas de cadáveres.
Después de reflexionar, llegué a la conclusión nítida: lo que me asusta no es la muerte en sí misma, sino lo que viene después. Ya sea el infierno, o simplemente el vacío, la nada, la inexistencia, el sinsentido.

Intenté ahuyentar mis pensamientos contemplando otras pinturas de contenido más alegre, pero fue inútil, ni las majas desnudas, ni las venus, ni las bacanales pudieron cambiar mi estado de ánimo. Tan sólo otro paisaje, el “Embarco en Ostia de santa Paula Romana”, de Claudio de Lorena, con su majestuosa monumentalidad, consiguió que mi vista se perdiera en el brillante infinito del horizonte. Y tal vez esa era otra metáfora de la muerte más tranquilizadora: un horizonte brillante infinito en el que perderse.

Esa reflexión sobre la esterilidad de nuestros afanes me hizo intentar lo único que podía darme un poco de calor en medio de esa fría negrura que invadía mi mente: acercarme un poco más a Rosita, tratar de hablar con ella, saber qué era lo que le inquietaba. Así lo hice, y el resultado, tras bastante insistir por mi parte, fue que me pidió que nos diéramos un tiempo de separación, para aclararse, que por supuesto seguiríamos siendo socios, y podríamos vernos, pero que necesitaba su espacio y su tiempo. No sé si también consideraba –porque no lo dijo, pero yo sí lo pensé- que era conveniente que estuviéramos un tiempo separados hasta que se enfriara la investigación por el tiroteo y los cuatro muertos. En cualquier caso no tuve tiempo para muchas disquisiciones, porque a los pocos días recibí una llamada de Luis Tosco.

-Verás, es que ha estado aquí la policía, preguntando por tu amigo, Charles, querían saber si conocíamos su paradero. Y después han preguntado por ti, les he dicho que estabas de viaje, pero han insistido en saber dónde, y cuándo regresarías. ¿Qué les digo?
-Pues que estoy en Madrid y que regreso dentro de cuatro o cinco días.
-¿Qué está pasando? –Me preguntó.
-No tengo ni idea, pero no te preocupes, no creo que tenga nada que ver con nosotros; de todas formas en cuanto llegue, antes de ir a hablar con la policía, me reuniré contigo para que me cuentes los detalles, por si acaso podemos deducir de qué se trata.

Cuando colgué el teléfono debo confesar que no estaba sorprendido. En realidad era lo lógico. Casi hasta podía reconstruir los pasos por los que habían llegado hasta mí. Lo primero, al ver la droga en la furgoneta, y a poco que identificaran a alguno de los colombianos, habrían deducido fácilmente el tipo de negocio que condujo al fatal desenlace. Supongo que hicieron un peinado entre todos los posibles camellos y traficantes de Gran Canaria. Eso les habría llevado su tiempo, un tiempo precioso para mí, primero para curarme la herida, después para restablecerme. Tuvieron que interrogar a confidentes, consumidores y pequeños camellos, uno por uno. Al ver que en toda la isla no encontraban ninguna pista, extendieron el radio de investigación a las otras, empezando por Tenerife. En algún momento alguien le susurró a la policía el nombre de Charlie. Le buscaron infructuosamente, fueron a su casa, al no encontrarle solicitaron una orden judicial de entrada y registro en su domicilio. Entre sus papeles seguramente encontraron la compra de acciones de “Paradise Real State, S.A.” Tal vez incluso algo de la primera compra del terreno en el que ahora se levantaba mi hotel. En fin, nada serio, nada que no pudiera taponar con una buena y sincera explicación a la policía, que justificase mi relación y mis negocios inmobiliarios con él. Por fortuna, y a pesar de que él insistió muchas veces, yo nunca había frecuentado sus ambientes. No tenían ninguna prueba, de lo contrario no habrían ido a preguntar cuándo vuelvo, habrían venido a detenerme. Todo eso y más me decía a mí mismo para tranquilizarme.

No sé por qué extraña asociación de ideas, esa misma tarde de la llamada telefónica, se me antojó comprarme una Biblia, y así como antaño en cierta ocasión me dio por leer en voz alta la “Crítica de la razón pura” en alemán, ahora me dio por recitar Salmos con toda solemnidad:

“Tu mano derrotará a todos tus enemigos,
tu diestra destruirá a tus adversarios:
los convertirás en horno de fuego…
…pues han tramado hacerte daño,
han urdido intrigas, pero han fracasado;
tú los pondrás en fuga
en cuanto los apuntes con tu arco”. (Salmos, 21,9)

Y en verdad que esas palabras calmaban mi angustia, me proporcionaban la fuerza, el coraje, la serenidad, para enfrentarme a esos esbirros del poder que venían a molestarme por unos asesinos que habían fracasado y lo habían pagado con su vida, merecidamente.

domingo, 18 de enero de 2009

El tuerto. 92: Intermedio en Lisboa.

Al cabo de ocho días la inflamación del codo había bajado, el doctor me dijo que ya no había riesgo de infección, ni de que le herida se reabriese, y me quitó los puntos. Pude prescindir del cabestrillo, al menos para moverme en público, así que estuve listo para marcharme de la isla, y cuanto antes lo hiciera mejor.

Me despedí de Chaíd con agradecimiento y una mezcla de pesadumbre por no ser capaz de ayudarle a salir de su situación. Su honrada cabezonería me irritaba, pero al fin y al cabo él había elegido su postura y yo debía respetarlo. De todas maneras le dije que si alguna vez necesitaba cualquier cosa de mi, sólo tenía que dejarme un recado en el hotel, y yo le buscaría.

A Ivo sí le pude ayudar. A través de Blas, le conseguí un servicio peligroso, de los que a él le gustan: proteger a un empresario del país vasco, amenazado por ETA, que había solicitado escolta oficial y se la habían denegado, así que no puso ningún reparo a tenerle sin contrato ni licencia, sobre todo cuando supo las cualidades de su protector. Realmente no le arrendaba la ganancia al que intentase atacar a ese empresario.

Hablé con Rosita por teléfono. No me pareció buena idea reunirnos en la isla, tampoco en Madrid; acordamos que yo volaría directo hasta Lisboa y ella viajaría en coche –dijo que le apetecía conducir su nuevo vehículo, un Mercedes E300 automático- y se reuniría allí conmigo. Después bajaríamos hasta El Algarve, a pasar unos días de descanso. Me encontraba muy débil, sin fuerzas, debido a la pérdida de sangre. Relajarme, tomar el sol, pasear por la playa, tal vez me ayudaría a recuperarme.

Me estaba esperando en el aeropuerto, había llegado un par de horas antes que yo. Iba muy elegante, con un vestido de alta firma que no acerté a precisar, un collar de perlas, reloj de oro y brillantes en la muñeca izquierda, pulseras de rubíes en la derecha. Hermosa, sí, pero demasiado llamativa para mi gusto y en mis circunstancias, quizás hubiera preferido algo más discreto. Me besó fugazmente. Pensé que se mostraba un tanto fría y distante como respuesta por el hecho de que yo la hubiera mantenido apartada de todo el asunto. O tal vez estaba cansada después de siete horas de conducir, y seguir haciéndolo porque yo no podía relevarla, mi brazo todavía no estaba para hacer ni el más mínimo esfuerzo. Tomó una gran avenida, Almirante Gago pude leer, toda recta, dejamos un parque a nuestra izquierda.
-Han cambiado un poco los planes. –Por fin habló.
-Ah, ¿sí?
-Vamos a quedarnos unos días en Lisboa; un compañero, profesor de matemáticas en el colegio me ha dejado las llaves de su casa; su mujer es portuguesa.
-Qué amable.
-Sí, el lo hizo para que no gastáramos dinero en hotel, pero yo pensé que tú también preferirías un sitio tranquilo.
-Pues has acertado.

Era una avenida larguísima, siete kilómetros, después cambiaba de nombre, seguía siendo almirante, aunque no recuerdo cuál. Con el denso tráfico nos llevó casi una hora recorrerla. Durante el trayecto, y como le había prometido, le conté todo, sin omitir detalles, con especial hincapié en la providencial intervención de Ivo, y la no menos eficaz actuación del doctor Chaíd. A partir de ese momento se comportó más cariñosa conmigo. Me tomó de la mano en un semáforo, me dio un beso largo. Siguió conduciendo hasta la desembocadura del río Tajo, giró a la derecha, tomó otra avenida, 24 de Julio, continuó cosa de un kilómetro más, dejó atrás un edificio con un rótulo que ponía “Escuela superior de marketing e publicidade”, giró de nuevo a la derecha e inmediatamente entró en un estrecho camino de grava, sin nombre, que iba hasta la verja de un finca. Rosita detuvo el auto sin parar el motor, sacó unas llaves, bajó, abrió la verja, y condujo finalmente el coche hasta una rotonda, al pie de la entrada principal. Recuerdo cada detalle de sus gestos porque estaba asombrado, sorprendido del lugar, una lujosa y sin embargo discreta mansión, toda rodeada de árboles que resguardaban de cualquier mirada curiosa, con jardín y una piscina rectangular. O tal vez fuera que mi mente quería abandonar por completo cuanto había dejado atrás, en la isla, y para ello se aferraba a este nuevo lugar, a cada detalle, a cada matiz del color de las hojas de los árboles, a los reflejos del sol en el azul de la piscina, a la cálida humedad del aire, a la solidez de la construcción a base de piedra y ladrillo.

-¿Cómo has sabido llegar hasta aquí sin consultar ni titubear?
-Mi amigo me hizo un plano para venir desde el aeropuerto, y lo memoricé, en realidad es muy fácil. Entremos a echar un vistazo.
-Pues vaya con la casita de tu amigo…
-¿Te gusta? En realidad era de los suegros, ahora es herencia de su mujer y su cuñado, pero aún no se la han repartido, ni la han vendido; y por lo visto la usan indistintamente. Creo que mi amigo me la ha prestado también un poco por fastidiar al cuñado…

El interior no desmerecía en absoluto del exterior. Enorme salón, muebles de gruesa madera, sillones de cuero, numerosas habitaciones y cuartos de baño, con grifería antigua pero aún reluciente. Todo vetusto, señorial, que había presenciado con dignidad el paso del tiempo.
-Pues los viejos debieron ser unos cuidadosos perfeccionistas, porque a pesar de los años está todo impecable. Lo único que me pregunto es por qué no vive aquí el cuñado.
-El tipo trabaja en Oporto, así que no puede hacer uso más que una o dos semanas al año.
-Pues qué despilfarro…

Nos instalamos cómodamente. Yo desde luego me sentí desde el primer momento mejor que si estuviera en mi propia casa. Tenía la sensación de seguridad, de que allí nadie que yo no quisiera me encontraría, y al mismo tiempo de libertad, de provisionalidad, de poder abandonar el lugar en cualquier momento. En ese instante tomé conciencia de que cuando eres dueño de algo, ese algo también se convierte de algún modo en propietario de ti, se te mete dentro, te posee. Me vino a la mente Rosita y su reciente pasión por el lujo; tal vez fueran figuraciones mías, pero se me antojaba que se había metido tanto y tan brillantemente en aquel papel de la caraqueña…que el personaje se le había metido dentro y en cierta forma se había apoderado de ella.
-A propósito, -le dije- para movernos por Lisboa prefiero que alquilemos un coche más discreto con matrícula portuguesa, y dejemos tu precioso auto descansar a la sombra de estos árboles…-Nada me respondió, lo aceptó calladamente, como si comprendiera lo acertado de mi petición pero le molestara reconocerlo.

Durante los días siguientes paseamos por lugares emblemáticos pero tranquilos: el Jardín de la Estrella, el Botánico, el Jardín de Ultramar, El Parque del Monsanto. Después, a medida que –gracias a los sabrosos platos de bacalao, cada día en una receta diferente, y gracias al vino verde- fui recobrando mis fuerzas, nos alejamos más y más, hacia la costa, hacia Estoril, Cascais, hacia la luminosidad. Por supuesto visitamos el casino, yo no aposté, me limité a observar y grabarlo todo en mi mente, a aprender para cuando se inaugurara mi pequeño casino de Puerto Mogán.

Leía los periódicos españoles, que conseguía en el kiosko de un centro comercial. Buscaba, claro está, alguna noticia sobre cómo iba la investigación del caso que a mi me afectaba. No encontré ninguna mención, pero no supe interpretar si eso era bueno o malo. La verdad es que, salvo en los momentos que lograba distraerme con algo (por ejemplo en el casino), y a pesar de que tomaba dosis moderadas de ansiolíticos, mi cerebro trabajaba sin cesar sobre las consecuencias de aquel tiroteo. Imaginaba cuáles serían los pasos de la policía. Tenía claro que un suceso de tal envergadura, con cuatro cadáveres y una furgoneta con droga de pésima calidad, sería objeto de una exhaustiva investigación, no me hacía ilusiones. Lógicamente las pesquisas se orientarían hacia los traficantes de las islas. La cuestión era cuánto tardarían en escuchar el nombre de Charlie, y si después que comprobaran su ausencia perseguirían ese hilo hasta llegar a mi.

Por las noches tenía pesadillas recurrentes. Los somníferos me inducían un sueño pastoso, enfangado y soporífero, y atenuaban los síntomas físicos de las pesadillas, el sudor, la agitación, el pánico, pero mi mente no descansaba, volvía una y otra vez a los instantes en que me disparaban, y construía imágenes en las que me veía rodeado de policías, detenido, esposado, interrogado, encerrado en un oscuro calabozo, rodeado de criminales entre los que había uno especialmente al que los demás llamaban “Corbacho” con una mezcla de respeto y temor reverencial.

Realmente llegué a intuir, más aún, a comprender, porqué hay tantos criminales que prefieren entregarse a la policía, a la justicia, confesar, sufrir el castigo y así terminar con la ansiedad, el temor y la incertidumbre. Yo mismo, creo que si una de esas noches se hubiera presentado un policía en mi cuarto, grabadora en mano, le hubiera regalado una confesión completa con tal de volverme a dormir libre de inquietud. Sí, a veces es preferible la certeza del castigo que la incertidumbre de la huida perpetua.

Los mejores momentos eran por las mañanas, desayunando en el jardín, contemplando el suave agitarse de las hojas de los árboles a plena luz del sol. Cuando mi cuerpo todavía experimentaba la relajación del somnífero, y mi mente disfrutaba del alivio de sentir que las pesadillas habían quedado atrás, sepultadas en la oscuridad de la noche. Entonces encontraba la serenidad suficiente para decirme a mí mismo, como esos drogadictos en fase de rehabilitación: aguanta un poco más, sólo un día más, y la angustia irá disminuyendo.

viernes, 9 de enero de 2009

El tuerto. 91: situación kafkiana.

Me encontraba muy quebrantado, de cuerpo y espíritu. Se había disipado la euforia tras el éxito de la operación, y en su lugar había dejado una especie de resaca en mi cabeza. El brazo me dolía como si el diablo se hubiera hecho cargo de él, en prenda o a cuenta de sus futuros derechos sobre mi alma o mi cuerpo, lo que fuese que debía sufrir el castigo por mis muchos errores. En el pecado –dicen- está la penitencia. Ese era, ni más ni menos, mi caso. Triste por la pérdida lamentable de Charlie, mi último amigo de los viejos tiempos, cómplice de fechorías desde la adolescencia, fiel y leal compañero. Sin embargo, su empeño en subir por encima de sus posibilidades le acababa de costar la vida en un estúpido incidente. Eso me llevó a una reflexión sumaria, y me prometí a mí mismo que jamás intentaría navegar en aguas demasiado profundas y procelosas para la envergadura de mis naves. Pero los propósitos son unos, siempre los mejores, y los hechos al fin son los que son.

Tomé un par de cápsulas de “adolonta” y al cabo de un rato el calvario se transformó en una molestia permanente pero soportable. Mi cabeza empezó a funcionar, tuve claro que Charlie debía seguir los pasos de Philip, es decir, se reuniría con él en las profundidades del Atlántico. Instruí a Dimitri sobre cómo debía proceder y lo que debía comprar, especialmente los cinturones de pesas. Alquiló dos vehículos (no quise tener ningún contratiempo más de movilidad), una furgoneta para trasladar el cadáver, y un turismo para los desplazamientos que necesitáramos. También alquiló una barca con motor en el puerto de pescadores. El dueño, un viejo y curtido pescador que al parecer complementaba sus exiguas capturas marinas con el subsidio de desempleo hasta su ya cercana jubilación, no hizo ninguna pregunta, se limitó a recibir de buen grado los billetes que le permitirían regalarse una alegría extra.


En mitad de la noche trasladaron a la barca el cadáver envuelto en una manta del hotel, junto con los dos subfusiles y los dos revólveres que se habían utilizado y por tanto era imprescindible hacer desaparecer. Tan sólo nos quedamos con mi revólver, la pistola de Charlie (ambos pasaron a poder de Ivo), y el fusil de precisión que fue guardado en un armario con doble fondo en el cuarto del gerente del hotel, del que por ahora sólo yo tenía llave. Con las primeras luces del alba Marco y Dimitri se hicieron a la mar. Me hubiera gustado acompañarles y en honor a Charlie disparar algunas salvas antes de sepultarle, hacer que pareciera un acto solemne. Pero Ivo salió a buscar al doctor y yo debía quedarme a esperar su visita y recibir la cura.

La herida evolucionaba normalmente a pesar del dolor, no había infección, no había fiebre. Tan pronto regresaran Marco y Dimitri de su expedición marina, les ordenaría que regresaran a Madrid en el primer avión y se reincorporaran a su trabajo en Esparta, S.A. De Ivo no podía prescindir porque necesitaba un chofer. El serbo bosnio había demostrado ser un hombre de recursos muy variados y eficaces para todo tipo de situaciones, y además no tenía que reincorporarse a ningún destino, puesto que no figuraba de alta.

Rosita me llamó para saber cómo iba todo, y se ofreció a volar hasta Las Palmas para hacerme compañía, pero yo rehusé por el momento. Las cosas no estaban en absoluto calmadas y no necesitaba más gente, sino menos, en el hotel. Ya de hecho nos habíamos trasladado a la última planta, a las habitaciones del fondo, para hacer que nuestra presencia fuera lo más discreta posible. Y desde luego, mientras estuviera acompañado por alguno de los hombres no permitiría que Rosita se reuniera conmigo.

El doctor Chaíd desinfectó y volvió a vendar la herida. Era muy hábil y cuidadoso en todo lo que hacía. Me sentí muy agradecido hacia él, de modo que quise saber cuáles eran esos problemas que tenía con su documentación, por si acaso podía devolverle el favor. Me extrañaba que siendo médico, y a su edad, viviera sólo en una pensión muy modesta. Lo que pude comprender y entresacar de su historia, teniendo en cuenta su extraña forma de narrar, sus circunloquios, sus elipsis, y mi desconocimiento del contexto histórico-político al que se refería, es lo siguiente:

Había nacido, vivido y trabajado de médico en El Aaiun, capital del Sáhara Occidental, cuando ese territorio estaba bajo mandato español, para ser exactos no era una colonia, sino una provincia española más, y sus habitantes gozaban de los mismos derechos. “Yo tenía mi pasaporte y mi documento nacional de identidad español”, me subrayó, e insistió: “soy español, y mis hijos son españoles”.

En 1976, meses después de que Marruecos invadiera el Sáhara, Chaíd se desplazó al desierto para ayudar como médico en los campos de refugiados saharauis. Su mujer y sus hijos salieron hacia las islas Canarias. Pasó un año con los refugiados. Al final, no pudiendo resistir la nostalgia de su familia, terminó marchándose también a Canarias, donde algunos años viviendo y trabajando como médico, siempre con su documentación española.
En 1980, al ir a renovar el documento nacional la policía se lo confiscó. Le dijeron que tenía que presentar un certificado de nacimiento. Lo solicitó al Registro Central, pero sus datos no aparecían. Las autoridades españolas, al abandonar el Sáhara, se supone que habían traído consigo los libros de registro civil. Sin embargo su certificado no existía, o no lo encontraban, o había sido destruido. Intentó presentar certificados de su matrimonio, y de nacimiento de sus hijos, pero no se lo admitieron como prueba de su nacionalidad de origen. Más tarde al ir a renovar su tarjeta de la seguridad social, le ocurrió exactamente lo mismo, sus datos también habían sido borrados. Asustado, contempló el último documento que le quedaba, su antiguo carné de médico. Acongojado, se dirigió al Colegio Oficial de Médicos, para verificar sus datos, y descubrió horrorizado que tampoco allí tenían noticia alguna de su existencia. Poco después, en el hospital donde trabajaba, se enteraron de su irregular situación, y le amenazaron que o pedía la baja del servicio, o le denunciarían por delito de intrusismo profesional. En una sus múltiples gestiones ante la policía, uno de los funcionarios, tal vez por compasión, o acaso por quitarse el problema de encima, le aconsejó que legalizara su situación pidiendo un permiso de residencia…como inmigrante marroquí en España. Chaíd rechazó indignado la sugerencia. “Eso supondría reconocer que no soy español”, apostilló. Más tarde, su mujer, cansada de la penosa situación que arrastraban, y enfadada con Chaíd por haber rechazado la humillante salida que le ofrecían, se separó de él. Se vio entonces sin pasaporte, sin documento nacional, sin titulo de médico, sin esposa, sin hijos. Lo había perdido todo…menos la dignidad, según él. Intentó entonces contratar un abogado que planteara su caso ante los tribunales, pero al no tener dinero, ningún picapleitos aceptaba el difícil encargo. Cuando por fin tuvo la inmensa suerte de tropezar con un letrado que de forma altruista se ofreció a representarle, se encontró con otro problema: para que el profesional le representara tenía que otorgar un poder, bien ante notario, bien ante el propio juzgado, pero para eso necesitaba un documento que acreditase su identidad, ya fuese pasaporte, documento nacional, permiso de residencia o permiso de conducir. Nada de eso tenía Chaíd, así que se quedó con abogado pero sin pleito que rascar. Era la pescadilla que se muerde la cola.

Y así estaba, dolido, resentido, dispuesto a morir de hambre o de miseria y que la culpa de la infamia cayera sobre las autoridades españolas. De vez en cuando hacía chapuzas en la economía sumergida, para sobrevivir malamente. La verdad, a mi me costaba mucho trabajo creer la historia, no tanto que el gobierno español hubiera sido capaz de tamaña injusticia, ya que mi desconfianza hacia los poderes públicos es innata, sino más bien me costaba comprender la cabezonería de Chaíd al no aceptar aquel permiso de residencia que le ofrecían. Por un instante incluso pasó por mi mente si todo aquello no sería la fantasía de su mente paranoica, traumatizada por la guerra del Sáhara. Supongo que algo de mis pensamientos intuyó Chaíd, ya que sacó su cartera y me mostró un viejo y gastado carné del Colegio Oficial de Médicos, con una fotografía desvaída pero en la que aún se podía reconocer un Chaíd joven, inteligente, vital, dinámico, ilusionado y brillante. En ese momento ya no tuve ninguna duda de la total y brutal exactitud de su historia.

-Me gustaría ayudarte, Chaíd.- Le dije. –Pero no sé cómo. Lo único que podría ofrecerte es un pasaporte falso…español, por supuesto. Pero me temo que eso no lo aceptarás. – Y por primera vez en aquella tarde noche, le vi sonreír abiertamente, supongo que gozando de manera efímera de la superioridad moral que poseía frente a mí. En ese momento entró Ivo en la habitación.
-Han regresado los pescadores.
-¿Ha ido bien la pesca? –Pregunté.
-La mar en calma y el viento favorable.
-Magnífico, ¿llevas al doctor donde él te pida?
-Con mucho gusto.

Cuando subieron Marco y Dimitri, confirmándome lo que me había anticipado Ivo, les comuniqué mi decisión de que abandonaran la isla y regresaran a Madrid. Pero de uno en uno, por si acaso.

miércoles, 31 de diciembre de 2008

El tuerto. 90: Doctor Chaid.

-¿A dónde vamos? –Preguntó Ivo.
-Al hotel.
-Pero tenemos que llevarte a un hospital.-Protestó Marco.
-Nada de hospital. ¿Qué pretendes, que me lleven a la cárcel? Dame el teléfono móvil. –Llamé a Rosita. Por la hora deduje que ya debía haber llegado a casa. Me atendió Yasmín. Traté de aparentar normalidad, pero me dolía mucho el brazo, creo que no pude evitar que mi voz sonara débil, contenida, tratando de no gemir por el sufrimiento. Me pasó con Rosa.
-Hola cariño, ¿cómo estás?
-Bueno, más o menos bien. Escucha, necesito que me hagas un favor.
-¿Qué ha ocurrido?
-Ahora no puedo contarte, y menos por teléfono, pero no te preocupes, nada grave. Sólo que necesitamos un médico, ¿me entiendes? Uno que no haga preguntas. No podemos ir al hospital. Había pensado que tu amiga la enfermera debe conocer alguno que esté dispuesto a hacernos ese favor y que viva aquí, en Gran Canaria. Por supuesto se le pagaría bien…
-Pero Gaby ahora vive en Tenerife.
-Ya lo sé, ¿pero no me dijiste que antes había trabajado en Las Palmas?
-Si.
-Pues entonces seguro que conoce a algún médico de aquí.
-Vale, la llamaré ahora mismo. –Y colgó.

Dimitri conducía con prudencia el Ford Escort, sin hacer maniobras bruscas ni peligrosas, pero a buena velocidad. Estábamos ya en las afueras de Las Palmas. Mi dolor iba en aumento, era ya insoportable. Sentí miedo, de perder el conocimiento, no de morir, pues sabía que la herida no era mortal. Estaba empapado de sudor, un sudor frío.
-Necesito algo para este dolor, así no puedo ni pensar.
-Para en una farmacia.-Dijo Ivo.
-¿Qué vas a hacer?
-Tú tranquilo. Esperadme con el coche a la vuelta de la esquina, no tardaré.
- Este tío va a atracar la farmacia.- Dijo Marco. Yo no tenía fuerzas para decir nada, mucho menos para oponerme. A los dos minutos volvió con una bolsa de plástico llena de medicamentos.
-Arranca.-Dimitri salió a buena velocidad, pero siempre sin estrépito, sin llamar la atención, y volvió a girar en la primera esquina. Ivo sacó dos cajas de la bolsa de plástico. Una contenía ampollas, la otra jeringuillas desechables.
-¿Qué es eso?
-Morfina. Dimitri, cuando puedas paras en un sitio discreto.

Dimitri se salió por una vía de servicio y paró en una gasolinera tipo autoservicio. Mientras él repostaba, Ivo cargó una jeringuilla y me inyectó la morfina en el brazo. A los pocos segundos experimenté un inmenso alivio. Por lo menos ya podía pensar con serenidad
-¿Dónde has aprendido esto?
-Joder, en la guerra…
Seguimos viajando en dirección a Puerto Mogán. El teléfono tardaba en sonar. Pasó una media hora, después otra media más. Llegamos al hotel. Afortunadamente por la noche no había absolutamente nadie. Por el día venían distintos empleados, a terminar los últimos retoques, a realizar limpieza, o aprovisionar de víveres y bebidas la despensa y el frigorífico del hotel, para cuando se celebrara la esperada inauguración. Pero por la noche sólo yo, en calidad de dueño, tenía las llaves del hotel. Así que por ese lado no habría problema, tendríamos todo el hotel para nosotros, y toda la tranquilidad y discreción que necesitábamos. Lo primero que hice fue guardar el maletín que me había salvado la vida, conteniendo los cinco millones de dólares, en la caja fuerte del hotel. Aproveché para sacar algo de dinero en pesetas, un par de millones que me guardé en el bolsillo de mi cazadora. Por fin sonó el teléfono.

-Siento la tardanza pero a mi amiga le ha costado tiempo localizar a tu médico a estas horas.
-Ya imagino, ¿pero lo ha conseguido?
-Sí, más o menos.
-¿Qué significa eso?
-Pues que el tipo es médico, pero no puede ejercer legalmente, no tiene los papeles en regla. La policía le ha retenido la documentación porque es saharaui, pero el dice que se considera español. Es una larga historia. ¿Te servirá?
-Si sabe medicina me servirá.
-Pues tenéis que ir a buscarle a la pensión donde se aloja, porque tampoco tiene permiso de conducir; la pensión se llama “Tres esquinas” y está en Arucas. Ah, él se llama Chaid.
-Dale las gracias a Gaby, y dile que también habrá una gratificación para ella.
-Vale, cuídate.

-A ver chicos, hay que ir a recoger al doctor a una pensión de Arucas. El problema es que no podemos usar el Ford. Habrá que deshacerse de él. A estas horas la policía ya está en el lugar del tiroteo. No sabemos si algún testigo ha podido dar la descripción del coche, puede que ya lo estén buscando en los controles de carretera. En cualquier caso, no podemos arriesgarnos a circular con él.
-Yo puedo conseguir otro coche en cualquier momento.- Espetó Ivo con aplomo.
-No lo dudo, pero no me gusta mucho esa opción de viajar en un coche robado. En cualquier control rutinario podrías caer. En fin, me temo que no tenemos otra opción, a estas horas no es posible alquilar uno, y yo no puedo aguantar hasta mañana con la herida.
-No te preocupes, yo sé cómo tengo que actuar si me tropiezo con la policía...-Dijo enigmáticamente. No quise preguntar qué pretendía decir.
-Vale, entonces Ivo traerá al doctor y nosotros nos quedaremos quietecitos.
-Escucha, lo mejor sería aprovechar para deshacernos del Ford. Puedo conducirlo por ejemplo hasta San Bartolomé, en el centro de la isla, dejarlo correctamente aparcado en cualquier calle donde no llame la atención, y unas calles más allá conseguir otro coche.
-De acuerdo, en ese caso hay que sacar el cadáver del maletero. Lo colocáis en una de las habitaciones y mañana ya decidiremos lo que hacer con él.

Mientras esperaba al doctor, me quedé medio adormilado. Entré en una especie de semiinconsciencia en la que revivía y analizaba los sucesos acaecidos en forma de sueño, y en la que yo mismo me decía “esto es una pesadilla”. Ignoro lo que significaba, si era el deseo de despertar y descubrir que todo era un simple producto de la actividad onírica, un mal sueño, o si estaba definiendo la realidad con ese abrumador sustantivo, y de algún modo mentalizándome para lo peor. O ambas cosas. Mi mente se iba por todos los derroteros, hacia atrás, analizando lo ocurrido; hacia delante, imaginando caminos, posibilidades, soluciones. Cómo librarnos del cadáver.

Sin abrir los ojos, fui consciente de que alguien manipulaba mi brazo. Sentí un pinchazo, después otro, y un tercero. Más tarde supe que el médico me inyectó antibióticos, anestésicos, antihemorrágicos, antiinflamatorios. Hizo un trabajo de artesanía, como en sus viejos tiempos veinte años atrás en los campamentos del Frente Polisario en el Sáhara. Con una habitación de hotel como improvisado quirófano, sin más ayuda que Ivo, abrió la herida con el bisturí, extrajo el proyectil incrustado entre húmero y radio, reparó el hueso dañado lo mejor que pudo, recolocándolo y quitando las astillas, drenó sangre y líquido sinovial, cerró la herida, suturó con veinte puntos, y finalmente colocó un vendaje. Sentí unas palmaditas en la mejilla y una voz de grave suavidad que me decía:
-Vamos, despierta, ya estás operado amigo.

Abrí los ojos con una sensación de bienestar, de euforia, nada me dolía y sabía que todo había ido bien, al menos razonablemente bien. Por las rendijas de la persiana se filtraba la claridad del día.
-Escúchame amigo, has tenido mucha suerte, ahora estás fuera de peligro. ¿Me comprendes lo que te estoy diciendo?
-Sí doctor.- Asentí con la cabeza. Nos miramos a los ojos. El doctor tenía un rostro venerable, anciano, triste, amable, dulce, depurado por el sufrimiento serenamente aceptado. O no sé si era la morfina la que me hacía percibir todo aquello, pero intuí que era una buena persona y sentí una inmensa gratitud hacia él.
-He podido salvar el brazo, un poco más y hubiera empezado a gangrenarse. También has estado en peligro de morir desangrado, o por la infección. Pero he llegado a tiempo. De todas formas no te hagas ilusiones, has perdido un trocito de hueso, y aunque soldará bien, dudo que puedas mover el brazo como antes, y mucho menos hacer esfuerzos.
-No importa doctor, muchas gracias. Estoy seguro que en un hospital no lo hubieran hecho mejor. Ivo, alcanza mi cazadora y dale al doctor su dinero.
-Gracias, en la mesilla les dejo los medicamentos que tiene que tomar, y la pauta. Dentro de unas horas, cuando le vuelva el dolor, que tome una cápsula de “adolonta”, no le inyectes más morfina, podría enmascarar una complicación, y además acostumbrarse. Vendré mañana por la tarde para desinfectar la herida y cambiar el vendaje. Ahora descansa, amigo.

domingo, 21 de diciembre de 2008

El tuerto. 89: La misión

El primer paso era encontrar a los hombres adecuados para encarar el trabajo, mejor dicho: la misión, porque de eso se trataba. La plantilla de Esparta S.A. contaba con numerosos candidatos, entre los que no me fue difícil seleccionar a los mejores.

Ivo, un exguerrillero serbo bosnio de treinta años, con una endiablada puntería que ejecutaba en una doble especialidad: era un buen francotirador, que había practicado mucho en Sarajevo, con fusil de larga distancia y mira telescópica; y sobre todo era un excelente tirador instintivo y ambidextro, capaz de disparar dos pistolas a la vez, una en cada mano, y acertar un noventa y cinco por ciento. Con esas cualidades, algún defecto había de tener: estaba loco, era un alcohólico y un psicópata paranoico, un individuo indisciplinado e imprevisible, casi imposible de controlar. Había conseguido huir de Bosnia nada más terminar la guerra. Intentó enrolarse en Francia, en la legión extranjera…Y le habían rechazado precisamente por sus desequilibrios mentales. Viajó a Madrid, donde le habíamos librado de la cárcel, acusado de un delito de agresión. Teo le había reclutado para la empresa, pero no figuraba oficialmente en la nómina, ya que no tenía sus papeles en regla. Probablemente su pasaporte era falso (como el mío, al llegar a España), y sin duda le buscaría la justicia Bosnia, tal vez incluso el Tribunal de La Haya. Así que cobraba su nómina en dinero negro y prestaba sus servicios de escolta de manera disimulada bajo la figura de chofer o simplemente de acompañante. Los clientes, sus protegidos, no solían soportarle mucho tiempo sus excentricidades. En aquel momento no tenía asignado ningún servicio.

Si alguien podía controlar a Ivo ese era Dimitri, un exmilitar ucraniano, de Kiev. Pasaba de los cincuenta, con abundantes entradas y prominente barriga. Sin embargo era el único al que Ivo respetaba, precisamente por ser su polo opuesto. Dimitri era calmado, astuto, prudente, sabía imponer su autoridad con la sola mirada de sus ojos grises, fríos. Había estado en Afganistán en los primeros años ochenta, cuando todavía formaba parte del glorioso ejército soviético. Conocía, pues, todas las tácticas guerrilleras, las había combatido y la prueba de su eficacia es que había sobrevivido. Confiaba en su instinto para el buen fin de la misión.

Marek, un polaco al que todos llamaban Marco, a la española. En realidad no tenía preparación militar ni policial, su profesión en Polonia era ingeniero, pero en España no había encontrado trabajo en su especialidad y se había reconvertido a las tareas de vigilante de seguridad. A pesar de poca experiencia, lo elegí porque en las pruebas de tiro resultó ser también un excelente tirador, sin llegar a la altura de Ivo. Además, tenía buen carácter, era laborioso, leal, muy inteligente, un hombre de recursos. En suma, podía actuar de elemento integrador en el equipo y había demostrado que en un momento necesario podía servir para todo.

El segundo paso era informarles de la misión a realizar y conseguir que aceptaran. Les dije la verdad desde el principio:
-Chicos, se trata de que nos deis protección a mi amigo y a mi, en una digamos entrevista o reunión que vamos a tener con unos individuos que pueden ser peligrosos. De momento no puedo entrar en detalles, se trata de un trabajo ilegal, no estaréis por cuenta de la empresa, sino mía, por tanto es voluntario. A cambio estará muy bien pagado. Medio millón de pesetas a cada uno por apenas unos cuantos días de preparación, estar disponibles, y una operación que en sí apenas durará unos minutos. Por supuesto no se trata de ningún robo, sino al contrario, de que no nos roben a nosotros, es lo único que os puedo decir. A los que aceptéis se os contarán los detalles con antelación y podréis incluso dar vuestra opinión, sin que ello signifique aceptarla.

Naturalmente no hubo que hacer ningún esfuerzo para persuadir al loco Ivo, estaba deseoso de acción. De hecho era el aburrimiento lo que le mataba y le hacía consumir alcohol en grandes cantidades. Tan pronto supo de la operación se mantuvo sobrio y concentrado. En cambio el prudente Marco no quería involucrarse en nada ilegal. Tuve que vencer su resistencia doblando la cantidad a percibir por cada uno de ellos, un millón de pesetas. Dimitri, además, como buen militar quería tener el mando operativo.
-Tú estarás al mando de Ivo y Marco,-le respondí- pero la operación es de mi amigo y mía.- Dimitri asintió. De hecho fue de los tres al primero que le conté los detalles de la misión, tan pronto llegamos a las islas Canarias y estábamos instalados discretamente en cinco habitaciones de mi hotel en Puerto Mogán, ya terminado y habitable, si bien todavía no estaba abierto al público por cuestiones de papeles y licencias de apertura.

Estudie con Dimitri el material necesario y a través de Esparta hicimos la compra: armas, munición, chalecos antibala. Para disparar a dos manos Ivo prefería que fueran revólveres, ya que no precisan montar; en caso contrario tendría que llevar las pistolas ya alimentadas, es decir, el cartucho ya en la recámara, con el riesgo que ello suponía de disparo accidental. Mostró su deseo de llevar dos Colt 45, pero aquí no se encuentran armas de esa marca y calibre, tuvo que conformarse con Astra 38 especial. Yo también escogí un revólver, ya que llevaría la mano izquierda ocupada con el maletín y tampoco podría montar el arma. A Charlie le conseguimos una pistola BUL M5 de 9 mm. Y para Marco y Dimitri, que nos cubrirían desde la retaguardia, conseguimos dos subfusiles HK Calibre 45. Por si acaso, compramos también para Charlie un fusil de precisión, Stoner SR25, con mira telescópica.

Los chalecos eran de tipo militar, tamaño largo, con protección de cuello, costado y pelvis. Menos mal que era invierno, porque si no nos hubiéramos asado. Por encima, para disimular, usaríamos unas cazadoras de tela impermeable, muy ligeras.

Elegidos los hombres y el material, la tercera parte consistía en elaborar un procedimiento que nos garantizase la seguridad, o al menos que redujese al mínimo los riesgos. Dimitri apuntó que lo esencial era elegir nosotros el sitio donde se efectuaría la entrega, un lugar que pudiéramos vigilar, limpiar previamente, y colocar a los hombres en lugares estratégicos, donde su rendimiento fuera el óptimo, por ejemplo a Ivo, el francotirador, en un emplazamiento elevado, en el cual su eficacia fuera máxima.

Estuve plenamente de acuerdo, pero fijar el lugar de encuentro supuso una ardua negociación con los colombianos. Ellos pretendían que fuéramos a buscar la mercancía al barco donde la tenían almacenada, el cual estaría navegando a corta distancia de la costa, y cuyas coordenadas nos darían horas antes de la entrega. Nos negamos rotundamente, ni siquiera hubo dudas en ninguno de nosotros, era evidente que de esa forma estaríamos totalmente vendidos, en alta mar, y a merced de un barco que no sabíamos de cuántos hombres y armas dispondría.

Yo no tenía prisa en concretar, porque aún estaba gestionando el cambio de divisa, de pesetas a dólares. Propusimos a los narcos que la entrega se hiciera en una nave del polígono industrial “El sebadal”, colindante al Puerto de Las Palmas. Un sitio perfecto para nosotros, ya que podríamos instalar cámaras de vigilancia, controlar los movimientos de los colombianos e inclusive apostar a Ivo de forma que tuviera a tiro tanto el interior como el exterior, a través de una ventana que dominaba la salida.
Pero aquí fueron ellos los que rechazaron sin contemplaciones la propuesta. Si no queríamos ir al mar, dijeron, tendríamos que ir al menos al muelle pantalán, donde fondearía provisionalmente el barco. Podríamos ir con una furgoneta hasta el inicio de la dársena, y allí, con un carrito hacer el trasvase del material.
El Charlie estaba de acuerdo, yo me quedé dudando, pero Dimitri, siempre cauto, se negó. Nada de acercarnos a ese barco, ni siquiera a la dársena, es el lugar ideal para que nos preparen una encerrona, sentenció, y al instante le comprendí. En efecto, un lugar estrecho, con yates y mar a ambos lados, mientras lo transitáramos seríamos un blanco fácil, aparte que podían tener una segunda embarcación desde la que atacarnos por sorpresa.

-Si quieren que la saquen ellos del barco y de la dársena. –Le dije a Charlie, para que a su vez se lo transmitiera a los colombianos.- El punto de reunión será un lugar neutral, el recodo del muelle, donde enlaza con la calle Luis Doreste. Allí hay una explanada discreta, con aparcamientos. Que vengan con la furgoneta cargada, una furgoneta de alquiler. Tú, Charlie, compruebas la mercancía, la calidad y la cantidad, ellos nos entregan las llaves de la furgoneta y les damos el dinero. Así no hay que descargar y cargar. Nosotros devolveremos la furgoneta a la empresa de alquiler. Sencillo, ¿no? Es nuestra última propuesta, si no aceptan se terminaron las negociaciones, no hay trato. Ah, y que venga personalmente tu contacto, el representante del cártel. ¿Cómo se llama?
-Corbacho.
Aceptaron.
El día fijado, minutos antes de la hora señalada, llegamos a la explanada en un solo vehículo, un Ford Escort 16 válvulas. Nos situamos en el fondo del recodo, mirando a la entrada; a nuestra izquierda un muro nos separaba de la avenida Bethencourt, se oía el tránsito de coches; a la derecha otro muro, y a nuestra espalda una abertura de unos tres metros que daba a un camino de tierra paralelo al mar, entre el muro y la escollera: nuestra puerta de escape en caso de necesidad. Con el motor en marcha bajamos Charlie y yo. En mi mano izquierda el maletín con el dinero, un “samsonite” de acero, atado con una cadena y un candado a mi muñeca, para evitar que me lo arrebataran. Al volante Marco, su metralleta pasó a reposar en el asiento del copiloto. Detrás permaneció Dimitri, con el subfusil en las rodillas. Ivo, nervioso, salió también a estirar las piernas. La explanada estaba casi vacía, a aquella última hora de la tarde sólo quedaban un par de coches, seguramente de algún rezagado trabajador del muelle. Esperamos cosa de media hora, nos estábamos impacientando.

-Si no aparecen en diez minutos nos largamos.-Le dije a Charlie. En ese momento los vimos entrar, delante un Renault 21 con las luces ya encendidas. Detrás la furgoneta. Subimos todos al coche y nos acercamos a ellos, en mitad de la explanada, para no quedar encerrados y no perder de vista la trasera de la furgoneta. Charlie y yo nos adelantamos, Ivo se quedó de pie con la portezuela abierta, los otros dos dentro. Charlie saludó a uno de los tipos y me lo presentó.
-Este es Leocadio, el lugarteniente de Corbacho.
-Yo soy Ralph.- Dije, recurriendo a mi antiguo nombre de guerra. No me gustó el tipo, sonreía demasiado sin venir a cuento, me pareció falso.- ¿Pero dónde está Corbacho? Quedamos en que vendría.
-No ha podido ser, la policía le está siguiendo los pasos y hubiera sido temerario.
-Esto no es lo acordado.
-Lo que importa es que trajimos hasta acá la mercancía, como ustedes querían. Espero que hayan traído la plata.
-Por supuesto, ¿qué cree que tengo si no en el maletín?
-Queremos verla.-Sí, pero antes veamos la mercancía.
-Claro. –Leocadio le hizo seña a uno de sus secuaces y éste se acercó con un paquete. Charlie lo abrió, cogió un pellizco del polvo blanco y lo probó con la lengua. Su cara mostró satisfacción.
-Es superior.
-Ahora la plata.
Con el pulgar derecho introduje la combinación, abrí un poco el maletín y les mostré fugazmente los billetes, saqué un fajo, cerré de nuevo el maletín y desplegué ante sus ojos el dinero.
-Cinco millones de dólares, como ustedes querían.-Recalqué.- No ha sido fácil cambiar tanta divisa. Y ahora si no le importa, mi amigo subirá a la furgoneta y comprobará el resto de la mercancía, como hemos acordado.
-No querrá abrir todos los paquetes…
-Claro que no, sólo unos cuantos.
Charlie subió a la furgoneta, yo desde fuera le acompañé con la mirada y acto seguido giré el cuello hacia atrás y le hice una seña de alerta a Ivo, levantando las cejas. Charlie me hizo un gesto negativo desde la furgoneta, había abierto en total tres paquetes, de diversas cajas al azar, y salió pálido de la furgoneta.
-Esto son polvos de talco.- Dijo. Y fue lo último que dijo. El tal Leocadio de repente empuñaba una pistola y le descerrajó un tiro en la cabeza a Charlie. Yo sólo tuve tiempo de proteger la mía con el maletín de acero. En un segundo me llovieron disparos de todas partes. El maletín me golpeó la cabeza, por la fuerza de los proyectiles, pero resistió. Caí al suelo derribado por los impactos en el pecho. Pero sobre todo sentí un dolor abrasador en el brazo izquierdo, a la altura del codo. De repente cesó el tiroteo, tan bruscamente como había comenzado. Ivo había eliminado a cuatro de ellos. Los otros dos intentaron huir, uno al volante del Renault, y el otro en la furgoneta. Pero Marco y Dimitri, los acribillaron con los subfusiles.

Rápidamente Ivo se llegó a mi lado y examinó mi brazo izquierdo herido, que aún portaba el maletín. Con celeridad extrajo su navaja, cortó la manga de mi cazadora y con ella me hizo un torniquete para detener la hemorragia. Al ver la destreza con que manejaba la navaja pensé que era una similitud más entre nosotros dos, y no pude evitar agradecer a la legión francesa su error de no haber admitido a Ivo en sus filas. Mientras, Marco y Dimitri habían depositado a Charlie, el cadáver de Charlie para ser exactos, en el maletero. No podíamos dejarlo allí. De ninguna manera. Me incorporé con la ayuda de Ivo, entramos en la parte posterior del Ford Escort, y escapamos a toda velocidad.

jueves, 11 de diciembre de 2008

El tuerto. 88: Buenos “negosios”.

Todavía no sé porqué acepté participar en aquel disparate que me propuso Charlie. Es verdad que me lo pidió como un favor, que casi me echó en cara todo lo que él había hecho por mí, y no hacía falta mencionarlo ni entrar en detalles. Cómo podría olvidar que fue él quien me ayudó a establecerme en Tenerife cuando yo no era nada, menos que nada, era un perseguido de la justicia. Gracias a su ayuda conseguí mi permiso de residencia; Charlie me facilitó entrar en aquel primer golpe que me alejó de la miseria cuando ya se me estaban acabando las reservas monetarias; colaboró conmigo en el negocio de las facturas, tuvo que torear con drogadictos; me ayudó a liquidar al Philip, y también estuvo en lo del Guti.

No cabe duda de que además yo le había tenido últimamente un poquito abandonado a su propia suerte. El Charlie no terminaba de encajar en mis negocios. Para operaciones puntuales servía muy bien, pero no podía tener un papel permanente en ninguna empresa, ni en la gestión inmobiliaria, ni en la reciente empresa de seguridad, ni en la futura constructora. En un intento de que sentara la cabeza le ofrecí ser el director del hotel que estábamos a punto de inaugurar, pero lo rechazó con argumentos aplastantes, el no era un gerente, el era un relaciones públicas, un hombre simpático, sociable, lleno de contactos, un intermediario perfecto, pero incapaz de planificar, ni de organizar nada.

Lo único en lo que había sabido encontrar su hueco era el comercio…de la droga. Para eso era perfecto, porque su negocio no requería ningún establecimiento permanente, ni oficina, ni licencias, ni abogados, ni contratos por escrito, ni cotizaciones a la seguridad social, ni contabilidad, ni balances, ni libros de registro, ni nada. Sólo requería lo que él sabía dar mejor que nadie: una pequeña frase amistosa, una palabra deslizada como casualmente, “si quieres algo para pasarlo bien, ya sabes”, y un rápido trueque, así es como empezó. Su clientela fue numerosa, fiel, y hasta ahora nunca le habían traicionado, no sé si por azar o porque había sabido seleccionar. Con el tiempo, y paulatinamente, ascendió de tener una red de clientes a tener una red de camellos. Pasó de manejar unos cientos de gramos, a decenas de kilos.

Y en esto se fue de vacaciones a Inglaterra. Allí, además de conocer a Yasmín y traerse a Moon, amplió su agenda de contactos de cara a una ampliación de su negocio. Con esa trayectoria era inevitable que terminaran presentándole al apoderado del cártel de Cali para Europa. Fue en una de esas fiestas a las que él asistía con frecuencia, invitado por un magnate vicioso. Ya habían oído hablar el uno del otro, por lo que ni siquiera fue sorpresa la frase pronunciada por el caleño.
-Usted y yo podríamos “haser” buenos “negosios”.- Esa fue la frase que a Charlie le impactó, se le quedó grabada como una obsesión.

También es cierto que intenté convencerle de que desistiera de su plan.
-Mira, Charlie, no te dejes fascinar por ese mundillo; es difícil entrar, pero salir es imposible. Una vez que te metas nunca dejarán que te marches. ¿No querías casarte con Yasmín y llevar una vida respetable? Pues de ese modo nunca lo conseguirás.
-Sólo quiero hacer una operación y retirarme.
-Eso no te lo crees ni tú. ¿Cómo sabes que no es una trampa? ¿Y si el tipo ese lo que quiere es quedarse con tu dinero y quitarte de en medio? ¿No se te ha ocurrido pensar que cuando empieces a inundar de cocaína todas las islas, las canarias y las británicas, le estarás quitando el negocio a otros, y lógicamente querrán eliminarte?
-Joder, tuerto, para eso es para lo que te necesito a ti y a tus hombres, para protegerme en esta operación. Necesito tu olfato para detectar si algo va mal, y también para que organices todo, ya sabes que yo no sirvo para eso.
-¿Y para financiar la compra?
-En realidad también te necesito. Hay que pagar en dólares y querría que tú hicieras el cambio de divisa. Y…bueno, aún no hemos fijado la cantidad exacta ni el precio, si quieres entrar como socio podemos aumentar la compra; eso reduciría el precio por kilo y aumentaría el beneficio a repartir.
-¿De qué cantidad estamos hablando?
-Yo había pensado comprar trescientos kilos, tres millones de dólares, pero si tú entras podríamos doblar la cantidad, seiscientos kilos nos saldrían por cinco millones. Iríamos a partes iguales, como en los viejos tiempos…
-¿Estás loco?¿Pero dónde piensas colocar tamaña cantidad de coca?
-Tranquilo, tuerto, tú sabes de tu negocio, pero yo conozco bien el mío. Tengo una docena de camellos por todas las islas que venden cada uno entre cincuenta y cien gramos diarios, en total de seis a ocho kilos por semana. La gente consume coca a raudales, todo el mundo la consume, los ejecutivos para tener claridad mental en sus negocios, los políticos para mantenerse despiertos en sus maratonianas reuniones de partido, los estudiantes para divertirse en la discoteca…
-Aún así, tardarías un año en vender 400 kilos.
-Déjame terminar. La realidad, es que ahora mismo la demanda de coca es muy fuerte. Si no vendemos más no es por falta de clientes, sino porque se nos termina la mercancía. Muchos drogadictos tienen que contentarse y engañar el síndrome de abstinencia con sucedáneos, anfetaminas, tranquilizantes, o cualquier mierda que les trastorne la mente. Estoy seguro de que podríamos ampliar la venta. Y además, tengo un contacto en Londres para enviarle una mula con un par de kilitos a la semana.
-¿Una mula?
-Si, coño, un tipo en avión, un don nadie, un “pringao”, como dicen aquí…Bueno, ¿qué respondes? Ten en cuenta que en ocho o diez meses a lo sumo, habremos triplicado el capital.
-Lo estudiaré.

La siguiente vez que hablamos del tema le solté una batería de objeciones y peligros, pero cuando alguien está decidido a hacer una cosa, al final la hace.
-Mira, Charlie, todos esos drogadictos, esas docenas, cientos de clientes. ¿Quién te dice que alguno de ellos no es chivato de la policía? No digo por gusto, nadie es chivato por gusto, sino porque le han detenido con droga encima y para salvar su culo se pone a dar nombres…
-No te preocupes, sólo podrían dar el nombre de mi camello, hace tiempo que no trato directamente con clientes, excepto unos pocos de mi absoluta confianza.
-Bueno, piensa otra cosa: el tipo al que le estás comprando, si haces esta operación le vas a dejar de comprar, te perderá como cliente, ¿crees que le va a gustar? Tal vez intente joderte…
-Si, ya había pensado en ello. Ese tipo a su vez le compra a los del cártel de Medellín. Creo que lo mejor sería que me dejaras uno de tus hombres como escolta, durante unos meses…
-Ya veremos, todavía no tengo decidido si hacerlo o no. Pero quiero que me prometas que no harás nada por tu cuenta.
-Eso no puedo prometértelo.
-O sea, que de todas maneras lo harás, conmigo o sin mi.
-Es posible.-Dijo, enigmáticamente.- Lo cual, para mi significaba que sí, que de todos modos lo haría. Eso fue lo que me decidió a participar. Pensé que si yo lo organizaba, al menos tendría una oportunidad de que saliera bien.