sábado, 31 de enero de 2009

El tuerto. 93: Caronte acecha.

No era buena idea quedarse demasiado tiempo en el mismo sitio. Así que a pesar de que me encontraba muy a gusto en aquella tranquila mansión le dije a Rosita que por qué no nos marchábamos al Algarve, como habíamos planeado, y nos confundíamos entre la vorágine de turistas, muchos de ellos británicos como yo. Además, Rosita estaba un poco harta del tráfico de Lisboa, de los atascos y sobre todo de la forma temeraria que tienen de conducir, sin señalizar, cambiando bruscamente de carril, por no hablar de su nulo respeto a los límites de velocidad. Una gente encantadora, pero una vez al volante se transforman en furiosos kamikazes. Y yo con mi brazo manco, apenas un adorno, y con los reflejos embotados por las pastillas, ni de lejos podía soñar, ni apetecer, darle relevo en el volante.

Rosita estaba rara, afectuosamente apasionada, como siempre, pero se quedaba pensativa más a menudo de lo habitual, como si su mente volviera a Madrid. También debo confesar que yo no era un acompañante demasiado alegre en aquellas circunstancias.
-¿Te preocupa algo? -Le preguntaba, irónicamente, ya que quien debía estar preocupado era yo, pero las pastillitas me proporcionaban un efecto sedante que alejaba la preocupación y me hacía contemplar todo como en la distancia.
-No, es sólo que estaba pensando en todo lo que tengo pendiente de la joyería.
-Olvida la joyería, deja que Yasmín se ocupe.
-También tengo que reincorporarme al colegio.
-Pues si quieres regresamos a Madrid.- Propuse, y ella aceptó. Al fin y al cabo me daba igual un sitio que otro, Madrid era un sitio tan bueno como cualquiera para pasar desapercibido mientras me reponía, lenta, demasiado lentamente para mi gusto. Y así fue como el proyectado viaje por el sur de Portugal se quedó en palabras. Me dejé llevar, pasivo y dócil, de regreso a Madrid. Poco importaba el sitio, lo único que deseaba era descansar tranquilo y reponer mi brazo, al menos para poder mover y flexionar con moderada agilidad, pues ya asumía que ese brazo ya nunca sería el mismo. De hecho hice todo el viaje medio adormilado por las pastillas, y ambientado por la suave música Rosita sintonizaba para distraerse durante aquel monótono trayecto.

En el piso de la calle Velázquez disfruté unos días de calma externa y sosiego interno. Rosita y Yasmín salían por la mañana temprano, una al colegio, la otra a la joyería, y yo me quedaba plácidamente durmiendo hasta media mañana. Sobrecogido por extrañas pesadillas de las que me despertaba intrigado, y a las que daba vueltas mientras desayunaba un zumo, un café, una tostada, invariablemente y por ese orden. Después salía a la calle, a estirar las piernas, en un deambular que a veces me conducía hasta el parque del Retiro, a sentarme a tomar el sol en algún banco, imitando a los ancianos. Mañanas de jubilado, me decía a mí mismo, mientras me preguntaba, ¿qué pensarán de mi estos viejitos, qué se imaginarán que soy? Porque evidentemente son cotillos, me miraban con atención, alguno se atrevía a sentarse a mi lado, e intentaba entablar conversación.
-Hace buen día, ¿eh?
-Sorry, I don´t understand.- Le respondía yo indefectiblemente, con mi más cerrado acento londinense, rogando porque el viejo, o la vieja, no fuese angloparlante. Y me dio buen resultado. Pero al final opté por cambiar de itinerario. Y un buen día, contemplando los nuevos cuadros que había pintado Yasmín en sus ratos libres, elegantes paisajes que yo le había comprado para la decoración de mi hotel de Puerto Mogán, se me ocurrió visitar el paseo del Prado.

La verdad, hasta entonces no había sido yo muy dado a la pintura, dejando aparte aquel episodio de los cuadros que robamos y finalmente devolvimos por imposibilidad de darles salida. No me parecía útil, ni le encontraba el encanto, más allá de un ligero recreo para la vista, y en mi caso incluso eso estaba mermado, sería más exacto decir un medio recreo para mi media vista. Sin embargo, tal vez mi predisposición había cambiado por las circunstancias, porque en aquella primera visita y en las sucesivas hubo muchos cuadros que me impresionaron, algunos de manera especialmente fascinadora. “El paso de la laguna Estigia”, de Joachim Patinir.

Me llamó la atención muy a pesar de su pequeño tamaño, apenas un metro. Pensé que sería un buen paisaje para que lo recreara Yasmín, ese contraste de elementos y colores, el azul oscuro del agua, el blanco algodonoso de las nubes, los matices verdes en ambas orillas…y el fuego en expansión. Pero al leer el título, recordé la mitología griega y de golpe comprendí la metáfora de la muerte que encerraba el cuadro. El barquero no era otro que Caronte, y el fuego…sin duda el fuego del Averno. Sentí una profunda emoción. Ese cuadro era un “memento mori”, y yo realmente había presenciado muy de cerca la crudeza de la muerte, yo mismo a punto de morir, salvado por un maletín “Samsonite”. Pero, ¿porqué Caronte va casi desnudo?, me preguntaba, mirando como hechizado el óleo. Ese detalle me desconcertaba. Tuve que sentarme al caer en la cuenta de lo que significaba. Desnudo irás a la otra orilla. En la muerte ninguna de tus pertenencias te protegerá, ninguna de tus riquezas te aliviará, y ni siquiera tus vestidos impedirán que los gusanos den buena cuenta de ti.

Pero ¿por qué me impresionaba precisamente ese pequeño cuadro y no tanto otros que trataban de la muerte de manera más espectacular y cruenta? Sin ir más lejos el de Pieter Bruegel, con título bien explícito, “El triunfo de la muerte”, e imágenes espectaculares, apocalípticas, montañas de cadáveres.
Después de reflexionar, llegué a la conclusión nítida: lo que me asusta no es la muerte en sí misma, sino lo que viene después. Ya sea el infierno, o simplemente el vacío, la nada, la inexistencia, el sinsentido.

Intenté ahuyentar mis pensamientos contemplando otras pinturas de contenido más alegre, pero fue inútil, ni las majas desnudas, ni las venus, ni las bacanales pudieron cambiar mi estado de ánimo. Tan sólo otro paisaje, el “Embarco en Ostia de santa Paula Romana”, de Claudio de Lorena, con su majestuosa monumentalidad, consiguió que mi vista se perdiera en el brillante infinito del horizonte. Y tal vez esa era otra metáfora de la muerte más tranquilizadora: un horizonte brillante infinito en el que perderse.

Esa reflexión sobre la esterilidad de nuestros afanes me hizo intentar lo único que podía darme un poco de calor en medio de esa fría negrura que invadía mi mente: acercarme un poco más a Rosita, tratar de hablar con ella, saber qué era lo que le inquietaba. Así lo hice, y el resultado, tras bastante insistir por mi parte, fue que me pidió que nos diéramos un tiempo de separación, para aclararse, que por supuesto seguiríamos siendo socios, y podríamos vernos, pero que necesitaba su espacio y su tiempo. No sé si también consideraba –porque no lo dijo, pero yo sí lo pensé- que era conveniente que estuviéramos un tiempo separados hasta que se enfriara la investigación por el tiroteo y los cuatro muertos. En cualquier caso no tuve tiempo para muchas disquisiciones, porque a los pocos días recibí una llamada de Luis Tosco.

-Verás, es que ha estado aquí la policía, preguntando por tu amigo, Charles, querían saber si conocíamos su paradero. Y después han preguntado por ti, les he dicho que estabas de viaje, pero han insistido en saber dónde, y cuándo regresarías. ¿Qué les digo?
-Pues que estoy en Madrid y que regreso dentro de cuatro o cinco días.
-¿Qué está pasando? –Me preguntó.
-No tengo ni idea, pero no te preocupes, no creo que tenga nada que ver con nosotros; de todas formas en cuanto llegue, antes de ir a hablar con la policía, me reuniré contigo para que me cuentes los detalles, por si acaso podemos deducir de qué se trata.

Cuando colgué el teléfono debo confesar que no estaba sorprendido. En realidad era lo lógico. Casi hasta podía reconstruir los pasos por los que habían llegado hasta mí. Lo primero, al ver la droga en la furgoneta, y a poco que identificaran a alguno de los colombianos, habrían deducido fácilmente el tipo de negocio que condujo al fatal desenlace. Supongo que hicieron un peinado entre todos los posibles camellos y traficantes de Gran Canaria. Eso les habría llevado su tiempo, un tiempo precioso para mí, primero para curarme la herida, después para restablecerme. Tuvieron que interrogar a confidentes, consumidores y pequeños camellos, uno por uno. Al ver que en toda la isla no encontraban ninguna pista, extendieron el radio de investigación a las otras, empezando por Tenerife. En algún momento alguien le susurró a la policía el nombre de Charlie. Le buscaron infructuosamente, fueron a su casa, al no encontrarle solicitaron una orden judicial de entrada y registro en su domicilio. Entre sus papeles seguramente encontraron la compra de acciones de “Paradise Real State, S.A.” Tal vez incluso algo de la primera compra del terreno en el que ahora se levantaba mi hotel. En fin, nada serio, nada que no pudiera taponar con una buena y sincera explicación a la policía, que justificase mi relación y mis negocios inmobiliarios con él. Por fortuna, y a pesar de que él insistió muchas veces, yo nunca había frecuentado sus ambientes. No tenían ninguna prueba, de lo contrario no habrían ido a preguntar cuándo vuelvo, habrían venido a detenerme. Todo eso y más me decía a mí mismo para tranquilizarme.

No sé por qué extraña asociación de ideas, esa misma tarde de la llamada telefónica, se me antojó comprarme una Biblia, y así como antaño en cierta ocasión me dio por leer en voz alta la “Crítica de la razón pura” en alemán, ahora me dio por recitar Salmos con toda solemnidad:

“Tu mano derrotará a todos tus enemigos,
tu diestra destruirá a tus adversarios:
los convertirás en horno de fuego…
…pues han tramado hacerte daño,
han urdido intrigas, pero han fracasado;
tú los pondrás en fuga
en cuanto los apuntes con tu arco”. (Salmos, 21,9)

Y en verdad que esas palabras calmaban mi angustia, me proporcionaban la fuerza, el coraje, la serenidad, para enfrentarme a esos esbirros del poder que venían a molestarme por unos asesinos que habían fracasado y lo habían pagado con su vida, merecidamente.

domingo, 18 de enero de 2009

El tuerto. 92: Intermedio en Lisboa.

Al cabo de ocho días la inflamación del codo había bajado, el doctor me dijo que ya no había riesgo de infección, ni de que le herida se reabriese, y me quitó los puntos. Pude prescindir del cabestrillo, al menos para moverme en público, así que estuve listo para marcharme de la isla, y cuanto antes lo hiciera mejor.

Me despedí de Chaíd con agradecimiento y una mezcla de pesadumbre por no ser capaz de ayudarle a salir de su situación. Su honrada cabezonería me irritaba, pero al fin y al cabo él había elegido su postura y yo debía respetarlo. De todas maneras le dije que si alguna vez necesitaba cualquier cosa de mi, sólo tenía que dejarme un recado en el hotel, y yo le buscaría.

A Ivo sí le pude ayudar. A través de Blas, le conseguí un servicio peligroso, de los que a él le gustan: proteger a un empresario del país vasco, amenazado por ETA, que había solicitado escolta oficial y se la habían denegado, así que no puso ningún reparo a tenerle sin contrato ni licencia, sobre todo cuando supo las cualidades de su protector. Realmente no le arrendaba la ganancia al que intentase atacar a ese empresario.

Hablé con Rosita por teléfono. No me pareció buena idea reunirnos en la isla, tampoco en Madrid; acordamos que yo volaría directo hasta Lisboa y ella viajaría en coche –dijo que le apetecía conducir su nuevo vehículo, un Mercedes E300 automático- y se reuniría allí conmigo. Después bajaríamos hasta El Algarve, a pasar unos días de descanso. Me encontraba muy débil, sin fuerzas, debido a la pérdida de sangre. Relajarme, tomar el sol, pasear por la playa, tal vez me ayudaría a recuperarme.

Me estaba esperando en el aeropuerto, había llegado un par de horas antes que yo. Iba muy elegante, con un vestido de alta firma que no acerté a precisar, un collar de perlas, reloj de oro y brillantes en la muñeca izquierda, pulseras de rubíes en la derecha. Hermosa, sí, pero demasiado llamativa para mi gusto y en mis circunstancias, quizás hubiera preferido algo más discreto. Me besó fugazmente. Pensé que se mostraba un tanto fría y distante como respuesta por el hecho de que yo la hubiera mantenido apartada de todo el asunto. O tal vez estaba cansada después de siete horas de conducir, y seguir haciéndolo porque yo no podía relevarla, mi brazo todavía no estaba para hacer ni el más mínimo esfuerzo. Tomó una gran avenida, Almirante Gago pude leer, toda recta, dejamos un parque a nuestra izquierda.
-Han cambiado un poco los planes. –Por fin habló.
-Ah, ¿sí?
-Vamos a quedarnos unos días en Lisboa; un compañero, profesor de matemáticas en el colegio me ha dejado las llaves de su casa; su mujer es portuguesa.
-Qué amable.
-Sí, el lo hizo para que no gastáramos dinero en hotel, pero yo pensé que tú también preferirías un sitio tranquilo.
-Pues has acertado.

Era una avenida larguísima, siete kilómetros, después cambiaba de nombre, seguía siendo almirante, aunque no recuerdo cuál. Con el denso tráfico nos llevó casi una hora recorrerla. Durante el trayecto, y como le había prometido, le conté todo, sin omitir detalles, con especial hincapié en la providencial intervención de Ivo, y la no menos eficaz actuación del doctor Chaíd. A partir de ese momento se comportó más cariñosa conmigo. Me tomó de la mano en un semáforo, me dio un beso largo. Siguió conduciendo hasta la desembocadura del río Tajo, giró a la derecha, tomó otra avenida, 24 de Julio, continuó cosa de un kilómetro más, dejó atrás un edificio con un rótulo que ponía “Escuela superior de marketing e publicidade”, giró de nuevo a la derecha e inmediatamente entró en un estrecho camino de grava, sin nombre, que iba hasta la verja de un finca. Rosita detuvo el auto sin parar el motor, sacó unas llaves, bajó, abrió la verja, y condujo finalmente el coche hasta una rotonda, al pie de la entrada principal. Recuerdo cada detalle de sus gestos porque estaba asombrado, sorprendido del lugar, una lujosa y sin embargo discreta mansión, toda rodeada de árboles que resguardaban de cualquier mirada curiosa, con jardín y una piscina rectangular. O tal vez fuera que mi mente quería abandonar por completo cuanto había dejado atrás, en la isla, y para ello se aferraba a este nuevo lugar, a cada detalle, a cada matiz del color de las hojas de los árboles, a los reflejos del sol en el azul de la piscina, a la cálida humedad del aire, a la solidez de la construcción a base de piedra y ladrillo.

-¿Cómo has sabido llegar hasta aquí sin consultar ni titubear?
-Mi amigo me hizo un plano para venir desde el aeropuerto, y lo memoricé, en realidad es muy fácil. Entremos a echar un vistazo.
-Pues vaya con la casita de tu amigo…
-¿Te gusta? En realidad era de los suegros, ahora es herencia de su mujer y su cuñado, pero aún no se la han repartido, ni la han vendido; y por lo visto la usan indistintamente. Creo que mi amigo me la ha prestado también un poco por fastidiar al cuñado…

El interior no desmerecía en absoluto del exterior. Enorme salón, muebles de gruesa madera, sillones de cuero, numerosas habitaciones y cuartos de baño, con grifería antigua pero aún reluciente. Todo vetusto, señorial, que había presenciado con dignidad el paso del tiempo.
-Pues los viejos debieron ser unos cuidadosos perfeccionistas, porque a pesar de los años está todo impecable. Lo único que me pregunto es por qué no vive aquí el cuñado.
-El tipo trabaja en Oporto, así que no puede hacer uso más que una o dos semanas al año.
-Pues qué despilfarro…

Nos instalamos cómodamente. Yo desde luego me sentí desde el primer momento mejor que si estuviera en mi propia casa. Tenía la sensación de seguridad, de que allí nadie que yo no quisiera me encontraría, y al mismo tiempo de libertad, de provisionalidad, de poder abandonar el lugar en cualquier momento. En ese instante tomé conciencia de que cuando eres dueño de algo, ese algo también se convierte de algún modo en propietario de ti, se te mete dentro, te posee. Me vino a la mente Rosita y su reciente pasión por el lujo; tal vez fueran figuraciones mías, pero se me antojaba que se había metido tanto y tan brillantemente en aquel papel de la caraqueña…que el personaje se le había metido dentro y en cierta forma se había apoderado de ella.
-A propósito, -le dije- para movernos por Lisboa prefiero que alquilemos un coche más discreto con matrícula portuguesa, y dejemos tu precioso auto descansar a la sombra de estos árboles…-Nada me respondió, lo aceptó calladamente, como si comprendiera lo acertado de mi petición pero le molestara reconocerlo.

Durante los días siguientes paseamos por lugares emblemáticos pero tranquilos: el Jardín de la Estrella, el Botánico, el Jardín de Ultramar, El Parque del Monsanto. Después, a medida que –gracias a los sabrosos platos de bacalao, cada día en una receta diferente, y gracias al vino verde- fui recobrando mis fuerzas, nos alejamos más y más, hacia la costa, hacia Estoril, Cascais, hacia la luminosidad. Por supuesto visitamos el casino, yo no aposté, me limité a observar y grabarlo todo en mi mente, a aprender para cuando se inaugurara mi pequeño casino de Puerto Mogán.

Leía los periódicos españoles, que conseguía en el kiosko de un centro comercial. Buscaba, claro está, alguna noticia sobre cómo iba la investigación del caso que a mi me afectaba. No encontré ninguna mención, pero no supe interpretar si eso era bueno o malo. La verdad es que, salvo en los momentos que lograba distraerme con algo (por ejemplo en el casino), y a pesar de que tomaba dosis moderadas de ansiolíticos, mi cerebro trabajaba sin cesar sobre las consecuencias de aquel tiroteo. Imaginaba cuáles serían los pasos de la policía. Tenía claro que un suceso de tal envergadura, con cuatro cadáveres y una furgoneta con droga de pésima calidad, sería objeto de una exhaustiva investigación, no me hacía ilusiones. Lógicamente las pesquisas se orientarían hacia los traficantes de las islas. La cuestión era cuánto tardarían en escuchar el nombre de Charlie, y si después que comprobaran su ausencia perseguirían ese hilo hasta llegar a mi.

Por las noches tenía pesadillas recurrentes. Los somníferos me inducían un sueño pastoso, enfangado y soporífero, y atenuaban los síntomas físicos de las pesadillas, el sudor, la agitación, el pánico, pero mi mente no descansaba, volvía una y otra vez a los instantes en que me disparaban, y construía imágenes en las que me veía rodeado de policías, detenido, esposado, interrogado, encerrado en un oscuro calabozo, rodeado de criminales entre los que había uno especialmente al que los demás llamaban “Corbacho” con una mezcla de respeto y temor reverencial.

Realmente llegué a intuir, más aún, a comprender, porqué hay tantos criminales que prefieren entregarse a la policía, a la justicia, confesar, sufrir el castigo y así terminar con la ansiedad, el temor y la incertidumbre. Yo mismo, creo que si una de esas noches se hubiera presentado un policía en mi cuarto, grabadora en mano, le hubiera regalado una confesión completa con tal de volverme a dormir libre de inquietud. Sí, a veces es preferible la certeza del castigo que la incertidumbre de la huida perpetua.

Los mejores momentos eran por las mañanas, desayunando en el jardín, contemplando el suave agitarse de las hojas de los árboles a plena luz del sol. Cuando mi cuerpo todavía experimentaba la relajación del somnífero, y mi mente disfrutaba del alivio de sentir que las pesadillas habían quedado atrás, sepultadas en la oscuridad de la noche. Entonces encontraba la serenidad suficiente para decirme a mí mismo, como esos drogadictos en fase de rehabilitación: aguanta un poco más, sólo un día más, y la angustia irá disminuyendo.

viernes, 9 de enero de 2009

El tuerto. 91: situación kafkiana.

Me encontraba muy quebrantado, de cuerpo y espíritu. Se había disipado la euforia tras el éxito de la operación, y en su lugar había dejado una especie de resaca en mi cabeza. El brazo me dolía como si el diablo se hubiera hecho cargo de él, en prenda o a cuenta de sus futuros derechos sobre mi alma o mi cuerpo, lo que fuese que debía sufrir el castigo por mis muchos errores. En el pecado –dicen- está la penitencia. Ese era, ni más ni menos, mi caso. Triste por la pérdida lamentable de Charlie, mi último amigo de los viejos tiempos, cómplice de fechorías desde la adolescencia, fiel y leal compañero. Sin embargo, su empeño en subir por encima de sus posibilidades le acababa de costar la vida en un estúpido incidente. Eso me llevó a una reflexión sumaria, y me prometí a mí mismo que jamás intentaría navegar en aguas demasiado profundas y procelosas para la envergadura de mis naves. Pero los propósitos son unos, siempre los mejores, y los hechos al fin son los que son.

Tomé un par de cápsulas de “adolonta” y al cabo de un rato el calvario se transformó en una molestia permanente pero soportable. Mi cabeza empezó a funcionar, tuve claro que Charlie debía seguir los pasos de Philip, es decir, se reuniría con él en las profundidades del Atlántico. Instruí a Dimitri sobre cómo debía proceder y lo que debía comprar, especialmente los cinturones de pesas. Alquiló dos vehículos (no quise tener ningún contratiempo más de movilidad), una furgoneta para trasladar el cadáver, y un turismo para los desplazamientos que necesitáramos. También alquiló una barca con motor en el puerto de pescadores. El dueño, un viejo y curtido pescador que al parecer complementaba sus exiguas capturas marinas con el subsidio de desempleo hasta su ya cercana jubilación, no hizo ninguna pregunta, se limitó a recibir de buen grado los billetes que le permitirían regalarse una alegría extra.


En mitad de la noche trasladaron a la barca el cadáver envuelto en una manta del hotel, junto con los dos subfusiles y los dos revólveres que se habían utilizado y por tanto era imprescindible hacer desaparecer. Tan sólo nos quedamos con mi revólver, la pistola de Charlie (ambos pasaron a poder de Ivo), y el fusil de precisión que fue guardado en un armario con doble fondo en el cuarto del gerente del hotel, del que por ahora sólo yo tenía llave. Con las primeras luces del alba Marco y Dimitri se hicieron a la mar. Me hubiera gustado acompañarles y en honor a Charlie disparar algunas salvas antes de sepultarle, hacer que pareciera un acto solemne. Pero Ivo salió a buscar al doctor y yo debía quedarme a esperar su visita y recibir la cura.

La herida evolucionaba normalmente a pesar del dolor, no había infección, no había fiebre. Tan pronto regresaran Marco y Dimitri de su expedición marina, les ordenaría que regresaran a Madrid en el primer avión y se reincorporaran a su trabajo en Esparta, S.A. De Ivo no podía prescindir porque necesitaba un chofer. El serbo bosnio había demostrado ser un hombre de recursos muy variados y eficaces para todo tipo de situaciones, y además no tenía que reincorporarse a ningún destino, puesto que no figuraba de alta.

Rosita me llamó para saber cómo iba todo, y se ofreció a volar hasta Las Palmas para hacerme compañía, pero yo rehusé por el momento. Las cosas no estaban en absoluto calmadas y no necesitaba más gente, sino menos, en el hotel. Ya de hecho nos habíamos trasladado a la última planta, a las habitaciones del fondo, para hacer que nuestra presencia fuera lo más discreta posible. Y desde luego, mientras estuviera acompañado por alguno de los hombres no permitiría que Rosita se reuniera conmigo.

El doctor Chaíd desinfectó y volvió a vendar la herida. Era muy hábil y cuidadoso en todo lo que hacía. Me sentí muy agradecido hacia él, de modo que quise saber cuáles eran esos problemas que tenía con su documentación, por si acaso podía devolverle el favor. Me extrañaba que siendo médico, y a su edad, viviera sólo en una pensión muy modesta. Lo que pude comprender y entresacar de su historia, teniendo en cuenta su extraña forma de narrar, sus circunloquios, sus elipsis, y mi desconocimiento del contexto histórico-político al que se refería, es lo siguiente:

Había nacido, vivido y trabajado de médico en El Aaiun, capital del Sáhara Occidental, cuando ese territorio estaba bajo mandato español, para ser exactos no era una colonia, sino una provincia española más, y sus habitantes gozaban de los mismos derechos. “Yo tenía mi pasaporte y mi documento nacional de identidad español”, me subrayó, e insistió: “soy español, y mis hijos son españoles”.

En 1976, meses después de que Marruecos invadiera el Sáhara, Chaíd se desplazó al desierto para ayudar como médico en los campos de refugiados saharauis. Su mujer y sus hijos salieron hacia las islas Canarias. Pasó un año con los refugiados. Al final, no pudiendo resistir la nostalgia de su familia, terminó marchándose también a Canarias, donde algunos años viviendo y trabajando como médico, siempre con su documentación española.
En 1980, al ir a renovar el documento nacional la policía se lo confiscó. Le dijeron que tenía que presentar un certificado de nacimiento. Lo solicitó al Registro Central, pero sus datos no aparecían. Las autoridades españolas, al abandonar el Sáhara, se supone que habían traído consigo los libros de registro civil. Sin embargo su certificado no existía, o no lo encontraban, o había sido destruido. Intentó presentar certificados de su matrimonio, y de nacimiento de sus hijos, pero no se lo admitieron como prueba de su nacionalidad de origen. Más tarde al ir a renovar su tarjeta de la seguridad social, le ocurrió exactamente lo mismo, sus datos también habían sido borrados. Asustado, contempló el último documento que le quedaba, su antiguo carné de médico. Acongojado, se dirigió al Colegio Oficial de Médicos, para verificar sus datos, y descubrió horrorizado que tampoco allí tenían noticia alguna de su existencia. Poco después, en el hospital donde trabajaba, se enteraron de su irregular situación, y le amenazaron que o pedía la baja del servicio, o le denunciarían por delito de intrusismo profesional. En una sus múltiples gestiones ante la policía, uno de los funcionarios, tal vez por compasión, o acaso por quitarse el problema de encima, le aconsejó que legalizara su situación pidiendo un permiso de residencia…como inmigrante marroquí en España. Chaíd rechazó indignado la sugerencia. “Eso supondría reconocer que no soy español”, apostilló. Más tarde, su mujer, cansada de la penosa situación que arrastraban, y enfadada con Chaíd por haber rechazado la humillante salida que le ofrecían, se separó de él. Se vio entonces sin pasaporte, sin documento nacional, sin titulo de médico, sin esposa, sin hijos. Lo había perdido todo…menos la dignidad, según él. Intentó entonces contratar un abogado que planteara su caso ante los tribunales, pero al no tener dinero, ningún picapleitos aceptaba el difícil encargo. Cuando por fin tuvo la inmensa suerte de tropezar con un letrado que de forma altruista se ofreció a representarle, se encontró con otro problema: para que el profesional le representara tenía que otorgar un poder, bien ante notario, bien ante el propio juzgado, pero para eso necesitaba un documento que acreditase su identidad, ya fuese pasaporte, documento nacional, permiso de residencia o permiso de conducir. Nada de eso tenía Chaíd, así que se quedó con abogado pero sin pleito que rascar. Era la pescadilla que se muerde la cola.

Y así estaba, dolido, resentido, dispuesto a morir de hambre o de miseria y que la culpa de la infamia cayera sobre las autoridades españolas. De vez en cuando hacía chapuzas en la economía sumergida, para sobrevivir malamente. La verdad, a mi me costaba mucho trabajo creer la historia, no tanto que el gobierno español hubiera sido capaz de tamaña injusticia, ya que mi desconfianza hacia los poderes públicos es innata, sino más bien me costaba comprender la cabezonería de Chaíd al no aceptar aquel permiso de residencia que le ofrecían. Por un instante incluso pasó por mi mente si todo aquello no sería la fantasía de su mente paranoica, traumatizada por la guerra del Sáhara. Supongo que algo de mis pensamientos intuyó Chaíd, ya que sacó su cartera y me mostró un viejo y gastado carné del Colegio Oficial de Médicos, con una fotografía desvaída pero en la que aún se podía reconocer un Chaíd joven, inteligente, vital, dinámico, ilusionado y brillante. En ese momento ya no tuve ninguna duda de la total y brutal exactitud de su historia.

-Me gustaría ayudarte, Chaíd.- Le dije. –Pero no sé cómo. Lo único que podría ofrecerte es un pasaporte falso…español, por supuesto. Pero me temo que eso no lo aceptarás. – Y por primera vez en aquella tarde noche, le vi sonreír abiertamente, supongo que gozando de manera efímera de la superioridad moral que poseía frente a mí. En ese momento entró Ivo en la habitación.
-Han regresado los pescadores.
-¿Ha ido bien la pesca? –Pregunté.
-La mar en calma y el viento favorable.
-Magnífico, ¿llevas al doctor donde él te pida?
-Con mucho gusto.

Cuando subieron Marco y Dimitri, confirmándome lo que me había anticipado Ivo, les comuniqué mi decisión de que abandonaran la isla y regresaran a Madrid. Pero de uno en uno, por si acaso.