sábado, 15 de diciembre de 2007

El Tuerto. 29: Síndrome de Raskolnikov.

Pensaba que después del golpe vendría la tranquilidad. ¡Qué equivocado estaba! Lejos de serenarme, la ansiedad por el día y las pesadillas nocturnas se recrudecieron. Mejor dicho, mi pesadilla, porque siempre era la misma, con ligeras variaciones: yo iba viajando en la guagua –como dicen aquí al autobús-, cuando de repente subía la vieja, atada y amordazada, y me señalaba con los ojos. Y yo pensaba, no puede ser, si nunca ha visto mi rostro, no me conoce, pero ella se acercaba a mí, y me miraba fijamente, y entonces despertaba empapado en sudor. Sus ojos me perseguían incluso despierto. Iba por la calle paseando, y de repente me parecía verla, o peor aún, tenía la sensación en la nuca de que ella me estaba mirando, y entonces me giraba bruscamente, intentando descubrirla, sin éxito. ¿Me estaré volviendo loco?, me preguntaba.
Mis conocimientos de criminología me sirvieron para tomar mil precauciones, pero también me condujeron a un estado de permanente alerta. Ser consciente de tantos peligros me impedía relajarme. Tenía que manejar hasta tres identidades diferentes; una para hablar con mi abogado de Londres, otra la de mi vida “legal” en Tenerife, y la tercera y provisionalmente última con la que alquilé el coche de vigilancia y el apartamento donde custodiaba el botín.
Los primeros días, además, todo el mundo hablaba del famoso robo. Salió en los periódicos y en la televisión. La patrona hacía especulaciones sobre el robo delante de mí, yo tenía que hacer de tripas corazón y fingir indiferencia. Cualquier comentario casual me hacía desconfiar. Si por ejemplo me decía:
-Parece que ha dormido usted mal.
-He estado estudiando.
-Aah, ya. -Y yo pensaba, ¿"será que sospecha algo"?
A escondidas me iba a un kiosko lejano y compraba los periódicos cada día para enterarme de cómo iba la investigación. Después los tiraba en una papelera, tras memorizar algún detalle que me interesara.
Cierto día cayó en mis manos un libro, “Crimen y castigo”, de Dostoyevski. Al ir leyendo comprendí de golpe todo lo que me pasaba. Tienes el síndrome de Raskolnikov, me dije a mí mismo. Momentáneamente me tranquilizó poner una etiqueta en mis temores. Al menos tú no has matado a la vieja, como R., no estás tan mal como él. Pero al instante siguiente arreciaban las dudas. ¿Qué me ocurrirá? ¿Los remordimientos me obligarán a entregarme a la policía, -como R.-? Lo descarté de inmediato. ¿Acaso el inconsciente me traicionará y me hará cometer un error fatal que lleve a idéntico desenlace? Esto no podía ya descartarlo. ¿Qué podía hacer para calmar el sentimiento de culpa con su correspondiente anhelo de castigo? ¿Devolverle el botín a la vieja con una nota anónima de disculpa? No podía hacer eso, Charlie y Plácido me matarían.
Ante tanto dilema, como no podía concentrarme en nada, decidí buscar un trabajo. Tuve suerte y después de visitar varias agencias inmobiliarias, en una de ellas me aceptaron. Mi tarea consistía en vender apartamentos a británicos e irlandeses. Recibiría un pequeño salario fijo y un porcentaje de comisión por cada venta que hiciera. Era ideal para mí, así estaba entretenido y no pensaba tanto.
También visité un médico particular que encontré en un listín, ya apenas dormía y se me agotaban las excusas para la patrona cuando me insistía que yo tenía ojeras y mala cara. El médico me despachó en diez minutos con un par de recetas, un tranquilizante para el día, y un somnífero para la noche. Me preguntó qué preocupaciones me impedían dormir, y yo le contesté que “problemas familiares”.
-Si necesita vuelva dentro de un mes.- Concluyó mientras me tendía las recetas y yo le abonaba sus honorarios. Ahí quedó la cosa. ¡Qué maravilla las pastillitas!...Conseguí relajarme lo suficiente, trabajar, leer los periódicos y comprender lo que leía. Y dormía bien, sin despertar angustiado de una pesadilla en mitad de la noche. Ese bienestar, unido a la secreta satisfacción de saber que un valioso botín estaba esperándome, me hizo recuperar mi optimismo. La patrona empezó a cambiar el tono de sus comentarios cuando la saludaba con una abierta sonrisa.
-Ya va usted estando mejor, ¿eh?.- Y yo pensaba, “si tú supieras”…

4 comentarios:

Maria dijo...

Ainsss el Tuerto tiene remordimientos y es lo más normal, pobre vieja
Se merece dormir mal una temporadita si señor, pero bueno como siempre las pastillas lo arreglan todo.
A ver si con su nuevo trabajo encauza ya su vida de una vez hacia el lado bueno de la vida jaja

Sigo atenta esperando mas

Un beso

Anónimo dijo...

Hola, María:

Ja, ja, qué buenos propósitos tienes tú para el tuerto, si te oyera...Le quieres reformar.

Gracias por tu presencia, un beso para tí.

-Anna- dijo...

Mirá vos! no conocía ese síndrome. Me da risa que la patrona se mete en todo jeje.
Pastillitas, mmm espero que no se haga adicto a ellas.
Ya vine a ponerme al día como siempre :)
Sigo leyendo.
Besos

Joseph Seewool dijo...

Hola, Anita! Ese síndrome no lo podías conocer por dos razones: 1)Me lo he inventado; 2) Seguro que tú no tienes motivos para sentirte culpable como Raskolnikov...;-)
Besos para tí.