domingo, 19 de octubre de 2008

El tuerto. 81: Confesión judicial.

-El juez te ha citado a prestar confesión judicial bajo juramento indecisorio.- Me espetó Lucía, la abogada que me lleva todos los asuntos del difunto Federico.
-¿Quee? –En un primer momento me sobresalté. Tenía tantas cosas en la cabeza últimamente que no sabía de lo que me estaba hablando.
-Tranquilo, no tiene importancia, es sobre la impugnación del testamento, un simple trámite. –Y me puso al corriente de las últimas incidencias de ese procedimiento. Las hijas de Don Fede, instigadas por su abogada, Carmen, habían impugnado el testamento de su padre en lo que me nombraba fideicomisario y por tanto les impedía disponer de los bienes de la herencia, que pasarían a mi dominio cuando ellas fallecieran. Sus argumentos eran un tanto peregrinos y en absoluto me habían inquietado. Insinuaban de forma vaga que Don Fede no estaba en pleno uso de sus facultades cuando me nombró a mí, incluso en estado de embriaguez. Aludían a que ese último testamento había sido redactado poco antes de fallecer, cuando ya su estado de salud era muy delicado. Y sobre todo cargaban las tintas en mi condición de completo desconocido para el entorno familiar, aderezándolo con toda clase de conjeturas sobre amenazas o presiones que yo habría ejercido sobre el difunto para obligarle a modificar su última voluntad. Pero nada de lo que decían tenía ni el más mínimo sustento probatorio. Para empezar, pasaban por alto un hecho fundamental, y es que el Notario había autorizado el testamento, lo cual nunca hubiera hecho de haber albergado la más mínima duda sobre su sano juicio. ¿Le estaban llamando imbécil? Más aún, era el notario que habitualmente protocolizaba todos los documentos y escrituras de Don Fede, luego le conocía bien. La demanda era en realidad -como me dijo Lucía y yo mismo así lo pensaba- temeraria, una jugada desesperada, y una manipulación descarada por parte de la abogada contraria para alimentar vanas ilusiones de sus clientas y de paso cobrar jugosos honorarios. Pretendieron llamar a declarar al notario, pero el juez les pidió previamente informes médicos o psiquiátricos que justificasen su petición. Como no los tenían, el juez les rechazó esa prueba. Así las cosas, lo único que les quedaba era llamarme a mí a declarar, para ver si yo de pura estupidez reconocía alguna de sus disparatadas alegaciones. Y el juez les admitió la prueba porque a esta sí que tenían derecho.

-Pero no te preocupes. –Añadió.- No les va a servir para nada. Basta con que te limites a negar lo que te planteen. Ellos tienen derecho a llamarte, y tú tienes derecho a contestar simplemente que no a todo.
-Pues si no va a servir para nada, ¿por qué la acepta el juez?
-Para cubrirse las espaldas ante una futura apelación. No quiere que la audiencia le mande repetir el juicio por haber denegado indebidamente una prueba.
-O sea, para guardar las apariencias.
-Exactamente. Y no te olvides que estás en un procedimiento civil, no penal, así que tranquilo. –En realidad yo estaba tranquilo, mis preguntas eran más que nada para confirmar lo que imaginaba, y también para valorar el grado de conocimiento de mi abogada.
-¿Y lo de juramento indecisorio?
-Que tus respuestas sólo se considerarán probatorias en aquello que te perjudique a ti.
-Ah, me parece muy justo.

El juzgado estaba en la Plaza de Castilla, en un edificio nuevo colindante al de los juzgados penales. En el control de acceso me pasaron por el detector de metales, nada encontraron porque yo en previsión ya había dejado mi habitual navaja en la guantera del coche. Me había vestido para el evento con un traje nuevo y una reluciente corbata, quería causar buena impresión en sede judicial. Rosa no podía acompañarme, porque tenía que dar sus clases, pero había insistido en que lo hiciera Moon. Yo rehusé porque el aspecto de Moon era demasiado matonil, y no quería dar imagen de mafioso. Así que sólo estábamos mi abogada y yo.

En la otra parte, en cambio, además de la abogada peleona estaban las dos hijas de Don Fede, Josefina y Ester, y el que deduje era marido de esta última. Josefina se había vuelto a teñir el pelo, ahora iba de morena clara, e igual de elegante que siempre, con su traje de falda y chaqueta. A su marido no se le veía por ninguna parte, era el más inteligente de todos nosotros y no había querido perder el tiempo. Ester seguía vistiendo pantalones vaqueros, pero había cambiado la camiseta por una elegante blusa de seda, y la cazadora por una chaqueta con hombreras, supongo que también quería causar buena impresión al juez. El marido de Ester, vaya pinta de pijo trasnochado y venido a menos. Con el pelito engominado, pantalones de pinzas, polo y americana. La tez curtida por el sol de la playa, el viento del mar, o tal vez de esquiar. Tenía cara de haber llevado buena vida. Confieso que se cruzaron nuestras miradas y se me escapó una sonrisa burlona, lo cual le hizo fruncir el ceño. Al entrar en la sala y pasar a su lado me susurró entre dientes.
-Ten cuidado con lo que dices que te vamos a arruinar la vida. -Ostras, me sorprendió su atrevimiento. Me paré en seco y le miré de arriba abajo. Me quedé dudando unos segundos si responderle allí mismo o hacerlo más tarde. Entonces Lucía tiró de mi brazo y me condujo delante del juez. Yo me dejé llevar, la verdad, cuando no estoy en mi medio prefiero comportarme. Y de todas maneras ya tendría tiempo de divertirme. Habló el juez.

-Señores, vamos a celebrar esta prueba en audiencia pública, a petición expresa de la abogada de la parte demandante.
Creo que Lucía se había quedado corta en lo de guardar las apariencias. El juez ni siquiera disimulaba su irritación. Golpeó con el mazo y nos obsequió con una mueca de hastío. Lo habitual es que este mero trámite se hiciera en la secretaría, y llevado a cabo por un simple oficial del juzgado, y no por el magistrado en persona y con toda la solemnidad. Entonces comenzó la diversión.

-Diga ser cierto que usted conocía el delicado estado de salud de Don Federico.
-Yo no soy médico. ¿A qué se refiere?
-Sea más concreta, señora Letrada. –Terció el juez.
-¿Sabía que había sufrido varios infartos?
-¿Varios, cuantos? Creí que había que ser concretos.
-Límitese a contestar.-Trató de imponerse la abogada, con soberbia.
-Negativo.
-¿Cómo que negativo, se niega a contestar?
-Que mi respuesta a su pregunta es negativa, por favor preste más atención.-La abogada enrojeció de ira. Se oyeron murmullos en los bancos del público, una voz masculina, así que sólo podía ser el marido de Ester.
-Eh, oiga usted, aquí las reconvenciones las hago yo. –De nuevo habló el juez.
-Sí, señoría.
-¿Le constaba que Don Federico abusaba del alcohol?
-¿Qué es abusar, a qué llama usted abusar?
-Señoría, está tratando de eludir la respuesta.- Se quejó la abogadita.
-Vamos a ver, señora letrada, no quiero que esto se convierta en un circo. A partir de ahora las preguntas las voy a hacer yo. –Silencio absoluto en la sala.- ¿Se emborrachaba delante de usted?
-No, señoría.
-¿Consumía drogas estupefacientes delante de usted?
-No, señoría, don Federico era una persona de sanas costumbres.
-¿Alguna vez le vio alterado?
-Nunca, señoría.
-¿O fuera de su estado normal?
-Siempre de buen humor y con la mente bien clara.
-¿Cuál era la índole de su relación con él?
-Inicialmente negocios, después amistad.
-¿Qué clase de negocios?
-Yo le suministraba productos informáticos, y a veces hacía de subcontratista en proyectos de construcción e inmobiliarios.
-¿Le comunicó su intención de nombrarle fideicomisario en el testamento?
-Por supuesto, señoría.
-Luego entonces sabía de su delicado estado de salud.
-Sí, señoría, pero la letrada habló de varios infartos, y yo sólo supe de uno.
-¿Y qué motivo le dio para querer nombrarle fideicomisario?
-Señoría, si me permite explicarme, Don Federico no quería que sus dos yernos pudieran disponer de los bienes de la herencia, porque según me dijo son dos golfos que nunca han trabajado y les gusta vivir la vida regalada.
-¡Eres un mentiroso, cabrón! –Estalló el marido de Ester.
-¡Silencio! –Le cortó el juez.- No permito insultos en mi sala. Le impongo una multa de veinte mil pesetas. Salga ahora mismo. Oficial, tómele los datos. Se ha terminado el acto. Despejen la sala. Señora letrada, acérquese. –Y entonces se oyó, en voz baja, pero se oyó, porque todos habíamos enmudecido.- Señora letrada, usted ha montado esto y se le ha ido de las manos…

Yo estaba cruzando el umbral de la sala, cuando el marido de Ester, que estaba fuera esperando, se me abalanzó y no pude oír el resto de la reprimenda. Me sacudió un puñetazo que intenté esquivar, pero no lo conseguí del todo, me rozó en la nariz y yo aproveché para dejarme caer al suelo. Se me doblaron las rodillas y me desplomé de lado como si fuera un muñeco. El resto es un tanto confuso porque yo tenía los ojos cerrados y los demás se pusieron todos histéricos. Sé que escuché varios gritos de “socorro, una ambulancia” y era la voz de mi abogada. Ella me contó después que entre el juez, el oficial, y el secretario judicial consiguieron reducir al energúmeno. Rápidamente subieron varios policías y vigilantes jurados que estaban en el control de acceso y le esposaron.

-Llévenselo detenido a comisaría, por agresión, desacato y resistencia a la autoridad. Que se pase cuarenta y ocho horas en el calabozo, hasta que se le bajen los humos y después se lo llevan al juez de guardia.
-A la orden, señoría.
-Secretario, haga constar en el acta todo lo que ha ocurrido y le entrega copia a los policías, para que sirva de prueba.
-Sí, señoría.

Mi nariz seguía sangrando abundantemente. Yo sabía que no era nada, tengo tendencia a sangrar por la nariz, a veces por un simple estornudo se desencadena la hemorragia. No se si por mi alta presión sanguínea, o porque mis capilares nasales son frágiles. La noche anterior, sin ir más lejos, me había sangrado un poco. Pero la sangre es muy aparatosa y espectacular, mi traje nuevo estaba completamente arruinado, la camisa blanca totalmente enrojecida, y hasta el suelo del juzgado caían gotas y más gotas, hasta formar un reguero. Lucía, inclinada hacía mí, trataba de contener la hemorragia con su pañuelo. Y en esto llegó el médico de urgencia y los enfermeros. Yo fingí despertar del desmayo. Me hicieron inhalar algo, me taponaron las fosas nasales y me llevaron al hospital, para hacerme las pruebas oportunas. Salí de los juzgados por mi propio pie, un tanto inseguro, escoltado por los enfermeros, con mi traje nuevo empapado de sangre, bajo la mirada ansiosa de Ester, y por dentro riéndome del espectáculo, y de la que le iba a caer al imbécil desgraciado de su marido.

2 comentarios:

Quebienmesuenatunombre dijo...

Hola. Yo, pensaba que los juzgados son lugares de aburrimiento, donde todo esta ya preestablecido, incluso la sentencia, o la resolución judicial, se halla ya escrita antes de la audiencia. Y que esta es un mero trámite, por eso de no llevarle la contraria al procedimiento obsoleto que, poco ha cambiado desde el Derecho Romano. Pero, he aqui al Tuerto, que modifica todo el procedimiento, suplanta por unos segundos a su señoría, haciendo reconvenciones, se convierte en víctima de un pusilánime gandul de por vida, cuando él es un auténtico matón y bla, bla,bla. Por una vez, las salas de los Juzgados son lo que deberían ser, lugares en donde se dirime la justicia y no solo para bostezar, en donde los malos son los de siempre y los buenos son los que más mienten. Un saludo.

Anónimo dijo...

Je,je, habría que distinguir. La sentencia en este caso está escrita, al juez le fastidia el mero trámite, pero a veces lo que ocurre en una audiencia es imprevisible, aunque eso no tenga trascendencia en el fallo. El tuerto es un matón, pero sabe que en un juzgado tiene que controlarse (vive con documentación falsa y una orden de búsqueda de la policía inglesa a la interpol). Además, por una vez le divierte el papel de falsa víctima delante de un público mayoritariamente femenino.
Y sí, la vida está llena de paradojas. Un saludo.