domingo, 29 de junio de 2008

El tuerto. 68: La seguridad de Rosa.

Viajé a Madrid, era tiempo de ocuparme en gestionar las maletas de Federico, y sobre todo lo era de atender a Rosita como merecía. Fue una época de placer y armonía en la que atracción y necesidad mutua se fue transformando en esa cosa que llaman amor y que no puedo decir que fuese idílico, ni romántico, ya que nuestra relación no estaba sustentada en ninguna idealización. Partiendo del hecho de que yo no era ningún príncipe, sino un delincuente feo y tuerto; Rosa –curiosamente empezó a perder el diminutivo para mí- no tenía necesidad de aparentar lo que no era, ni de ocultar su condición de profesora coja, tímida y todavía cargada de complejos por una madre tiránica, si bien cada vez más lejana. En este reencuentro sentí que Rosa había crecido para mí. Percibí que ya no se avergonzaba, la lejanía de su madre le permitía tomar conciencia y aceptarse a sí misma. Más aún, habían surgido varios campos en los que Rosa mostraba una creciente seguridad en sí misma.

En su trabajo de profesora desde luego, siempre fue una buena profesora, doy fe. Es más, su presencia me estimuló a retomar mis estudios. Por las mañanas, cuando se marchaba a Leganés, a dar sus clases, yo me quedaba en casa estudiando, aunque como siempre terminara haciéndolo de una forma dispersa: picoteaba un poco en materias de derecho (al hilo de lo que en cada momento me interesara), otro poco de literatura, y al final el deseo de interrogarme por el sentido de todo me llevó a tocar la filosofía. A veces al salir de la ducha me miraba en el espejo y me preguntaba quién era yo. Llegué a cuestionarme por qué hacía lo que hacía, e incluso intuí que tal vez la respuesta a ambas preguntas pudiera ser la misma. Pero estoy desvariando.

Hablaba de las facetas en las que Rosa mostraba una pujante seguridad, y una de ellas era la venta de las joyas. Fue pensando en su buen ojo para el arte, a propósito de los cuadros de Federico y sus visitas a galerías y casas de subastas, que se me ocurrió mostrarle la maleta con las joyas y sugerirle que quizá quisiera ocuparse de venderlas poco a poco. Se mostró muy satisfecha con el encargo, casi entusiasmada. Comenzó a documentarse con libros y catálogos sobre todos los aspectos del negocio de joyería, desde los procesos de diseño y fabricación, pasando por los talleres, hasta especialmente la valoración, los entresijos del comercio, y las ferias internacionales. Aprendió a discernir la calidad de la excepcionalidad, la materia prima del trabajo, la marca del contenido. Poco después inició visitas -sólo de tanteo, llevando fotografías de las joyas, nunca las joyas mismas- a importantes tiendas de la capital, siempre con la explicación adecuada, con la palabra justa, hablando de tú a tú con los profesionales. Inventó una madre dedicada al ramo en el pasado, ya fallecida, de la cual habría heredado joyas, conocimientos y contactos. Y al tiempo que contaba su historia exhibía un poco de las tres cosas, las dos primeras bien reales, por cierto.

Llegó a un punto en el que tropezó con el obstáculo más importante: para rematar la venta en buenas condiciones necesitaba las facturas de compra o al menos algún tipo de certificado emitido por algún establecimiento del ramo, que acreditase el origen legítimo. Se sumió en el estudio algunos días más, y al cabo me contó su plan: me presentó una lista de antiguas casas comerciales, de Ámsterdam, Bruselas, Belo Horizonte, Sao Paulo, Bombay. Todas ellas eran establecimientos internacionalmente reconocidos, pero que por alguna razón habían cerrado, desaparecido, o sus libros de registro se habían extraviado, quemado o destruido. En silencio, intuí su idea antes de que terminara de contármela, confeccionar una serie de facturas y certificados –falsos, claro, pero a los que daría apariencia de antiguos, imitando el formato y la apariencia de los auténticos- de los cuales muy difícilmente podría comprobarse ni su autenticidad ni su falsedad, al no existir ni el representante que lo acreditase, ni documentos con los que cotejar. Me quedé maravillado de la audacia e ingenio de su estratagema, y también sorprendido de hasta qué punto se adaptaba a mi propio estilo de crear efectos que resultasen tan creíbles como la realidad, a veces más. Aún así, le pedí tiempo y prudencia para madurar y concretar los detalles.

-Sobre todo ni se te ocurra elaborarlos ni firmarlos de tu propia mano.- Le dije, pensando vagamente en hacer uso de alguno de los drogadictos que utilizaba para las facturas falsas.
-No te preocupes, ya lo tengo pensado, no se necesitan firmas, todo se hace a máquina y con sellos y tampones. – Y a los pocos días apareció en casa con una máquina de escribir antigua, una “Sterling continental”, a la cual siguieron otras, una “Remington”, una “Imperial”, y la famosa “Underwood”.

Lo más difícil vino después, y era lograr el papel adecuado. Por breves jornadas la vi empequeñecer bajo el peso de las dudas hasta retroceder a ser Rosita, pero nuevamente se esforzó en documentarse. Consiguió libros y revistas sobre papel antiguo, contactó con varios coleccionistas e incluso un restaurador. Me asombraba el empeño que ponía en lo que ya indiscutiblemente era su proyecto. Finalmente, a través de un coleccionista, adquirió una remesa de varias clases de papel antiguo. Era perfecto, ese papel pasaría cualquier prueba de datación radiológica. Contrató los servicios de una imprenta, que bajo sus instrucciones le fabricó los sellos y los tampones de firmas. Elaboró un primer documento, a modo de prueba. Faltaba envejecer no ya el papel, sino la tinta. Por último, una tarde me presentó el primer certificado de origen, procedía de de una joyería de Bombay, escrito en inglés, databa de casi treinta años antes, 1964, contenía una descripción de las joyas, y al pie sellado y firmado. Lo más asombroso es que parecía antiguo, la tinta había perdido brillo, se veía opaca y desvaída, y el papel amarilleaba y lucía leves arrugas.

-¿Cómo has conseguido un envejecimiento tan rápido y equilibrado?
-Muy fácil, lo he dejado al sol dentro del coche. Con éste sol de España y el efecto lente del cristal literalmente se ha cocido.

Así estaban las cosas cuando llegó un día más excitada de lo normal, a contarme el resultado de su última visita a una joyería.

4 comentarios:

Quebienmesuenatunombre dijo...

Hola Joseph. Por fin, nuevo capítulo. Eso significa, tal vez, que la justicia se ha puesto al día, desde aquella ultima huelga. Pero creo que, eso no puede ser bueno para el Tuerto, ya que cualquier reincidencia en la actividad delictiva, sea por parte de él o por el de Rosa, podría tener a esa cosa tras sus talones. Bueno, creo que llamar a la justicia cosa, no sea un insulto. A fin de cuentas, ya nadie se cree que la justicia sea una dama con los ojos vendados. Si ello fuese así, hasta el Tuerto podría ser llamado Justicia.
En cuanto a amores ni ídilicos, son los más llevaderos, más completos y más racionales y controlados. Los otros, acaban suicidandose o acabandonse.
En lo que respecta a la eficiencia de Rosa, creo que, es un botón de muestra de lo que significa poner una mujer en la vida de cualquiera, ni más ni menos que, una solución a cualquier problema. Pero, también hay que contar con los problemas que crea también la mujer. Si la balanza se inclina más de un lado que del otro, de los problemas, siempre se puede colocar un ajuste llevando el fiel al centro. Pero eso hay que hacerlo en la cama. Y entonces, todo se compensa. Un saludo.

Joseph Seewool dijo...

Hola, Jack. Gracias por seguir leyendo, aguantando -diría- todos los atrasos de este relato. Interesante tu reflexión, pero ten cuidado, cierto alcalde fue condenado por decir que "la justicia es un cachondeo". Y cito entre comillas para que quede claro que no son mis palabras, sino las del referido alcalde. Es evidente que nada duele más que la verdad.
Saludos.

-Anna- dijo...

Mirala nomás a Rosita...perdón...mirala nomás a Rosa!

La verdad que a mí nunca se me hubiera ocurrido, después de todo vas a tener razón...yo no serviría como criminal en ningún lado jajaja.

Voy por el próximo capítulo :)

Un abrazo Joseph

Joseph Seewool dijo...

Hola, Anita, espero que no te conviertas demasiado pronto en ...Doña Ana, je, es broma. Lo he pensado mejor y creo que sí hay al menos una faceta delictiva en la que servirías, je, je, pero mejor no te la digo, no quiero ser inductor ;-)
Un abrazo para vos.