domingo, 18 de enero de 2009

El tuerto. 92: Intermedio en Lisboa.

Al cabo de ocho días la inflamación del codo había bajado, el doctor me dijo que ya no había riesgo de infección, ni de que le herida se reabriese, y me quitó los puntos. Pude prescindir del cabestrillo, al menos para moverme en público, así que estuve listo para marcharme de la isla, y cuanto antes lo hiciera mejor.

Me despedí de Chaíd con agradecimiento y una mezcla de pesadumbre por no ser capaz de ayudarle a salir de su situación. Su honrada cabezonería me irritaba, pero al fin y al cabo él había elegido su postura y yo debía respetarlo. De todas maneras le dije que si alguna vez necesitaba cualquier cosa de mi, sólo tenía que dejarme un recado en el hotel, y yo le buscaría.

A Ivo sí le pude ayudar. A través de Blas, le conseguí un servicio peligroso, de los que a él le gustan: proteger a un empresario del país vasco, amenazado por ETA, que había solicitado escolta oficial y se la habían denegado, así que no puso ningún reparo a tenerle sin contrato ni licencia, sobre todo cuando supo las cualidades de su protector. Realmente no le arrendaba la ganancia al que intentase atacar a ese empresario.

Hablé con Rosita por teléfono. No me pareció buena idea reunirnos en la isla, tampoco en Madrid; acordamos que yo volaría directo hasta Lisboa y ella viajaría en coche –dijo que le apetecía conducir su nuevo vehículo, un Mercedes E300 automático- y se reuniría allí conmigo. Después bajaríamos hasta El Algarve, a pasar unos días de descanso. Me encontraba muy débil, sin fuerzas, debido a la pérdida de sangre. Relajarme, tomar el sol, pasear por la playa, tal vez me ayudaría a recuperarme.

Me estaba esperando en el aeropuerto, había llegado un par de horas antes que yo. Iba muy elegante, con un vestido de alta firma que no acerté a precisar, un collar de perlas, reloj de oro y brillantes en la muñeca izquierda, pulseras de rubíes en la derecha. Hermosa, sí, pero demasiado llamativa para mi gusto y en mis circunstancias, quizás hubiera preferido algo más discreto. Me besó fugazmente. Pensé que se mostraba un tanto fría y distante como respuesta por el hecho de que yo la hubiera mantenido apartada de todo el asunto. O tal vez estaba cansada después de siete horas de conducir, y seguir haciéndolo porque yo no podía relevarla, mi brazo todavía no estaba para hacer ni el más mínimo esfuerzo. Tomó una gran avenida, Almirante Gago pude leer, toda recta, dejamos un parque a nuestra izquierda.
-Han cambiado un poco los planes. –Por fin habló.
-Ah, ¿sí?
-Vamos a quedarnos unos días en Lisboa; un compañero, profesor de matemáticas en el colegio me ha dejado las llaves de su casa; su mujer es portuguesa.
-Qué amable.
-Sí, el lo hizo para que no gastáramos dinero en hotel, pero yo pensé que tú también preferirías un sitio tranquilo.
-Pues has acertado.

Era una avenida larguísima, siete kilómetros, después cambiaba de nombre, seguía siendo almirante, aunque no recuerdo cuál. Con el denso tráfico nos llevó casi una hora recorrerla. Durante el trayecto, y como le había prometido, le conté todo, sin omitir detalles, con especial hincapié en la providencial intervención de Ivo, y la no menos eficaz actuación del doctor Chaíd. A partir de ese momento se comportó más cariñosa conmigo. Me tomó de la mano en un semáforo, me dio un beso largo. Siguió conduciendo hasta la desembocadura del río Tajo, giró a la derecha, tomó otra avenida, 24 de Julio, continuó cosa de un kilómetro más, dejó atrás un edificio con un rótulo que ponía “Escuela superior de marketing e publicidade”, giró de nuevo a la derecha e inmediatamente entró en un estrecho camino de grava, sin nombre, que iba hasta la verja de un finca. Rosita detuvo el auto sin parar el motor, sacó unas llaves, bajó, abrió la verja, y condujo finalmente el coche hasta una rotonda, al pie de la entrada principal. Recuerdo cada detalle de sus gestos porque estaba asombrado, sorprendido del lugar, una lujosa y sin embargo discreta mansión, toda rodeada de árboles que resguardaban de cualquier mirada curiosa, con jardín y una piscina rectangular. O tal vez fuera que mi mente quería abandonar por completo cuanto había dejado atrás, en la isla, y para ello se aferraba a este nuevo lugar, a cada detalle, a cada matiz del color de las hojas de los árboles, a los reflejos del sol en el azul de la piscina, a la cálida humedad del aire, a la solidez de la construcción a base de piedra y ladrillo.

-¿Cómo has sabido llegar hasta aquí sin consultar ni titubear?
-Mi amigo me hizo un plano para venir desde el aeropuerto, y lo memoricé, en realidad es muy fácil. Entremos a echar un vistazo.
-Pues vaya con la casita de tu amigo…
-¿Te gusta? En realidad era de los suegros, ahora es herencia de su mujer y su cuñado, pero aún no se la han repartido, ni la han vendido; y por lo visto la usan indistintamente. Creo que mi amigo me la ha prestado también un poco por fastidiar al cuñado…

El interior no desmerecía en absoluto del exterior. Enorme salón, muebles de gruesa madera, sillones de cuero, numerosas habitaciones y cuartos de baño, con grifería antigua pero aún reluciente. Todo vetusto, señorial, que había presenciado con dignidad el paso del tiempo.
-Pues los viejos debieron ser unos cuidadosos perfeccionistas, porque a pesar de los años está todo impecable. Lo único que me pregunto es por qué no vive aquí el cuñado.
-El tipo trabaja en Oporto, así que no puede hacer uso más que una o dos semanas al año.
-Pues qué despilfarro…

Nos instalamos cómodamente. Yo desde luego me sentí desde el primer momento mejor que si estuviera en mi propia casa. Tenía la sensación de seguridad, de que allí nadie que yo no quisiera me encontraría, y al mismo tiempo de libertad, de provisionalidad, de poder abandonar el lugar en cualquier momento. En ese instante tomé conciencia de que cuando eres dueño de algo, ese algo también se convierte de algún modo en propietario de ti, se te mete dentro, te posee. Me vino a la mente Rosita y su reciente pasión por el lujo; tal vez fueran figuraciones mías, pero se me antojaba que se había metido tanto y tan brillantemente en aquel papel de la caraqueña…que el personaje se le había metido dentro y en cierta forma se había apoderado de ella.
-A propósito, -le dije- para movernos por Lisboa prefiero que alquilemos un coche más discreto con matrícula portuguesa, y dejemos tu precioso auto descansar a la sombra de estos árboles…-Nada me respondió, lo aceptó calladamente, como si comprendiera lo acertado de mi petición pero le molestara reconocerlo.

Durante los días siguientes paseamos por lugares emblemáticos pero tranquilos: el Jardín de la Estrella, el Botánico, el Jardín de Ultramar, El Parque del Monsanto. Después, a medida que –gracias a los sabrosos platos de bacalao, cada día en una receta diferente, y gracias al vino verde- fui recobrando mis fuerzas, nos alejamos más y más, hacia la costa, hacia Estoril, Cascais, hacia la luminosidad. Por supuesto visitamos el casino, yo no aposté, me limité a observar y grabarlo todo en mi mente, a aprender para cuando se inaugurara mi pequeño casino de Puerto Mogán.

Leía los periódicos españoles, que conseguía en el kiosko de un centro comercial. Buscaba, claro está, alguna noticia sobre cómo iba la investigación del caso que a mi me afectaba. No encontré ninguna mención, pero no supe interpretar si eso era bueno o malo. La verdad es que, salvo en los momentos que lograba distraerme con algo (por ejemplo en el casino), y a pesar de que tomaba dosis moderadas de ansiolíticos, mi cerebro trabajaba sin cesar sobre las consecuencias de aquel tiroteo. Imaginaba cuáles serían los pasos de la policía. Tenía claro que un suceso de tal envergadura, con cuatro cadáveres y una furgoneta con droga de pésima calidad, sería objeto de una exhaustiva investigación, no me hacía ilusiones. Lógicamente las pesquisas se orientarían hacia los traficantes de las islas. La cuestión era cuánto tardarían en escuchar el nombre de Charlie, y si después que comprobaran su ausencia perseguirían ese hilo hasta llegar a mi.

Por las noches tenía pesadillas recurrentes. Los somníferos me inducían un sueño pastoso, enfangado y soporífero, y atenuaban los síntomas físicos de las pesadillas, el sudor, la agitación, el pánico, pero mi mente no descansaba, volvía una y otra vez a los instantes en que me disparaban, y construía imágenes en las que me veía rodeado de policías, detenido, esposado, interrogado, encerrado en un oscuro calabozo, rodeado de criminales entre los que había uno especialmente al que los demás llamaban “Corbacho” con una mezcla de respeto y temor reverencial.

Realmente llegué a intuir, más aún, a comprender, porqué hay tantos criminales que prefieren entregarse a la policía, a la justicia, confesar, sufrir el castigo y así terminar con la ansiedad, el temor y la incertidumbre. Yo mismo, creo que si una de esas noches se hubiera presentado un policía en mi cuarto, grabadora en mano, le hubiera regalado una confesión completa con tal de volverme a dormir libre de inquietud. Sí, a veces es preferible la certeza del castigo que la incertidumbre de la huida perpetua.

Los mejores momentos eran por las mañanas, desayunando en el jardín, contemplando el suave agitarse de las hojas de los árboles a plena luz del sol. Cuando mi cuerpo todavía experimentaba la relajación del somnífero, y mi mente disfrutaba del alivio de sentir que las pesadillas habían quedado atrás, sepultadas en la oscuridad de la noche. Entonces encontraba la serenidad suficiente para decirme a mí mismo, como esos drogadictos en fase de rehabilitación: aguanta un poco más, sólo un día más, y la angustia irá disminuyendo.

4 comentarios:

Quebienmesuenatunombre dijo...

Hola. Un buen lugar para relajarse. Portugal, creo que, es el mejor lugar, y a tiro de piedra casi de Madrid. Además la policia portuguesa tiene fama de incopetente, al menos eso creo por lo del tema de la niña Madelaine. Pero, para relajarse mas todavía,
creo que, el Tuerto debería visitar el acuario oceanario de Lisboa, que se halla en el recinto de la expo. Pero, por las fechas, no se si ya estaba construido o no. Fue alli, tras el grueso cristal del acuario, en la planta baja del mismo, donde conocí a aquel Epinphelus Guaza, que pesaría aproximadamente unos trescientos kilos. Allí nos quedamos mirandonos cara a cara, los dos, durante una hora. Hasta que me sacó de allí mi acompañante. Je,je. Menos mal que me traje una enorme foto del mero. Un saludo.

Anónimo dijo...

Hola, Jack. Lisboa es un sitio magnífico para perderse, pero la policía portuguesa no lleva el caso de los cuatro tiroteados, sino la Brigada de Homicidios de Las Palmas de Gran Canaria.
Y no , por esas fechas aún no había expo.
Vaya, vaya, lo de ese pez y tú fue un áuténtico flechazo...Saludos y gracias por seguir leyendo.

Anónimo dijo...

Querido y admirado Seewool,

Encantada con estos dos últimos capítulos, que sin duda no dejan de reflejar la parte humana del tuerto, especialmente con el Dr. Chaid.

Como siempre, la atención hasta el final, y te aseguro que este último capitulo me ha dejado muy intrigada.

Evidentemente, Rosita ha cambiado muchísimo, pero ¿ha evolucionado? Indiscutiblemente, tiene más confianza en si misma, demuestra inteligencia y capacidad, y en el fondo es tan habil como el Tuerto. ¿Compañeros de viaje y "rivales"?.

No, Rosita no tomará las riendas de los negocios del Tuerto, pero ¿Por qué derroteros irá? Intuyo separación, aunque siempre puedes darnos una sorpresa, querido Seewool.

Bueno, aqui estamos, "a la page", aunque sea con retraso.

Besos mediterráneos, sin viento, que con un sólo día tuvimos bastante.

Joseph Seewool dijo...

Querida Marta. La respuesta a algunos de tus interrogantes creo que la tienes en el capítulo siguiente, que acabo de publicar. Espero que no te decepcione, pero por supuesto que si encuentras algo ilógico o discordante confío que me lo harás saber.

Y lo mismo le digo a Jack, puesto que ambos sois expertos en esta trama.

Nos acercamos al final, que es lo más difícil, así que pido paciencia por mi retraso, y agradeceré las críticas constructivas.